Con nuestro aginaldo, con nuestra paga extra y con nuestros ahorros. Se llevan lo poco que dejaron olentzeros y otros santos de barriga cervecera y sonrisa tufarrona. Ellos y los turroneros, esos industriales cuyos productos caducan en noviembre dejaron nuestros bolisllos vacíos y el saca de nuestras ilusiones seco. Los más peqeuños vuelven a sus quehaceres como quien va a una reunión de antiguos alumnos, epatando al personal con sus regalos. Los más grandes huyen entre pieza y pieza o entre expediente y expediente de los infaustos recuerdos etílicos que les asaltan. El baile con la cuñada encima de la mesa del salón; las picardías soltadas a la suegra; la discusión política con sobrinos y suegros; el tropezón tonto aquel a la salida del cotillón del barrio, y eso por no hablar de los esfuerzos inútiles por lleanr las lagunas de momoria que el cava había rellenado de burbujas.
Todo es normal salvo las pilas de embalajes, salvo las cajas de los belenes abiertas de nuevo, salvo la pereza con que se mira al arbol y su caja, y sus bolas y sus bolsas, y sus luces, y su caja. Todo es tranquilo. Se acabó la navidad, y ahora a esperar el verano que está a la vuelta de la esquina mientras miramos al cielo buscando los copos anunciados que no caen.
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