Publicado en el número 6 de Herrian, revista de la Asociación de Concejos de ílava
La Rioja Alavesa es hoy una auténtica mina de turismo, de enoturismo como lo llaman ahora. Las flamantes, firmadas y costosas nuevas bodegas atraen a miles de turistas que buscan el descanso o el trajín, la salud del spa o la bacanal de patatas, chuletillas y buen vino. Entre medias algunos deambulan por las villas y lugares admirando sus piedras, sus calles, puertas y balcones. Sus iglesias y sus fortalezas.
Atrás quedan los tiempos en que la Rioja era famosa por su clima, por su aire puro, por su vino, claro está, y por aquellas bodegas húmedas y oscuras, con viejos y empolvados garrafones y vasos de duralex. Pero entre aquellos y estos tiempos hay esparcidos por toda la geografía riojana una serie de testigos mudos de estos y de muchos otros cambios, bueno, testigos y víctimas podríamos decir. Testigos porque han visto pasar junto a ellos y hasta sobre ellos a celtíberos, romanos, árabes, cristianos, navarros, castellanos, franceses, ingleses, carlistas, liberales, ilustrados y hasta requetés. Son los dólmenes. Aquellas tumbas megalíticas que construyeron aquellos riojanos para los que aún no había vino. Dólmenes como el de Layaza, El Sotillo, San Martín, El Alto de la Huesera, la Chabola de la Hechicera, el Encinal o el último descubierto de Los Llanos. Víctimas por el olvido que los nuevos fastos han dejado caer sobre ellos.
Los dólmenes tuvieron hace años su momento de gloria. De la mano de los grandes padres de la arqueología vasca y alavesa fueron desvelando sus secretos. Con ocasión de la celebración de un congreso arqueológico en Vitoria, allá por el año setenta y cinco fueron asegurados, acondicionados y señalizados. En los primeros ochenta fueron presentados como una de las buenas razones para visitar la Rioja Alavesa. Pero hoy duermen el limbo de los justos, apartados de las carreteras, mal señalizados y en más de una ocasión ultrajados y mancillados por visitantes insensibles. La Diputación anunció a bombo y platillo un plan director para ellos, pero se da la circunstancia de que uno de los mejores conocedores del tema, descubridor y director de la excavación del último de ellos nada sabe sobre el asunto. O el estudio va despacio o los viejos saberes no son ya necesarios.
Pero a lo que íbamos. Conociendo sus ubicaciones los dólmenes riojanos son bastante accesibles. Se encuentran en parajes que invitan a disfrutar tanto de las ruinas y sus evocaciones como de los alrededores y las vistas que los contienen, y bien organizados, en una jornada pueden visitarse todos. Una alternativa a otros usos culturales más recientes que nos lleva a conocer la última morada de nuestros antecesores. Un empeño al que, por qué no decirlo, bien contribuiría un diseño más pedagógico y lúdico de su entorno. Con herramientas de auto interpretación, juegos educativos para los pequeños y participativos para unos y otros. Vamos, convertirlos en un sitio donde pasar algo más que cinco o diez minutos antes de volver al coche. Eso por no hablar de señalizarlos, cuidarlos y mimarlos como lo que son, porque en definitiva”¦ de aquellas piedras venimos nosotros.
Pues sí. Realmente son sitios dignos de visitar. Son nuestra historia, la más lejana y la más desconocida, probablemente. Eso los hace más misteriosos y más ricos. Son obras preciosas por lo que representan, los cultos más básicos (en este caso la muerte, y por tanto la vida).
Ciertamente están poco o nada señalizados ni cuidados.