Publicado en Diario de Noticias de ílava el 9 de marzo de 2010
Como una vieja cantinela nos toca a menudo oír que Vitoria no tiene vida. Puede que sea cierto. Pero también lo es que al menos, en lo que a entierros y demás ponemos interés. Puede que Santa Isabel se nos quede fuera del circuito de grandes cementerios, pero ya se nos ocurrirá algo para solucionarlo. Bien se lo merece la vetusta necrópolis plagada de recuerdos destino final de aquellos carros tirados por caballos o caballo, que hasta en esto siempre ha habido clases. Atrás quedaba el cortejo, a las faldas de la colina, mientras muerto, cura y jumento emprendían el galope Portal de Arriaga abajo.
Ahora, más modernos, nos dedicamos lo mismo a pasearlos que a echárnoslos encima unos a otros. Es por eso que no es extraño ver por ahí a nuestros dirigentes cada uno con su muerto encima. El uno con el auditorio, la otra con sus romanos, aquel con su chalet, este con su plaza de toros, ¡hasta lobos vivos y ganados muertos lleva alguno!
Pero eso sí, cuando nos ponemos a hacer un entierro como dios, sabe quién, manda no nos gana nadie en el mundo entero. ¡Hasta un ministro si hace falta que nos traemos! ¡Ni el todopoderoso general invierno nos detiene! Se nos muere el tren a golpe de no usarlo y la vieja estación ya no la visitan ni los jubilados. Así que esperanzados en los cantos de sirena que anuncian el futuro ferroviario a más de doscientos por hora que mejor que quitarnos el muerto de encima y enterrarlo. Enterraremos de paso alguna miseria propia como la que en su día nos alejó de los caminos de hierro del norte que marchaban hacia Bilbao y pondremos si acaso un ramito de violetas como amantes furtivos para honrar la memoria de aquellos expresos, talgos y hasta lentos rápidos que atronaron la ciudad desde Elorriaga hasta Ali y más allá.
Al tren y su atrezo le vamos a preparar un entierro de primera. Unos fastos funerarios que van a durar años y que harán que algunos vecinos aledaños se persignen con el muerto que les ha caído encima con las obras. Una tumba estrecha y larga como la sombra del ciprés con su templo funerario y todo. Una cripta que acogerá los muertos añejos y los más cercanos, viejas estaciones y otras nuevas más o menos provisionales. Una especie de circuito funerario en el que contemplar un tanatorio de verdad, un seminario producto de la euforia y hoy casi deshabitado, un geriátrico reconvertido en nuevos ministerios, un auditorio neonato y hasta los restos del pasado industrial capitalino convertidos en templo del consumo.
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