Publicado en Diario de Noticias de ílava el 16 de marzo de 2010
Anoche tuve un sueño. Un sueño movible y sostenible. Un sueño plagado de referencias y poblado de quimeras, como todo buen sueño. Soñaba yo con una ciudad oscura en la que los ópticos veían crecer el polvo sobre las gafas de sol. El mapa que señalaba las zonas preocupantemente oscuras era más bien un enorme borrón. Los honorables jerarcas enfundados en sus oscuros abrigos luchaban a brazo partido por el reparto o el parto de presidencias y vicepresidencias. La ciudadanía, que se reconocía al tacto cuando se cruzaba, lanzaba pestes contra un preboste vecino y buen aficionado taurino por ciertas opiniones que aquí se consideraban pecado capital. El octavo y más terrible de todos: ser bilbaíno y ejercer de ello.
De pronto una voz sonó atronadora entre las tinieblas: Hágase la luz. Y la luz se hició, o se hizo, y hasta andó o anduvo. Parte del mérito lo tuvieron los morros de Eolo de los que salió raudo el viento que movió los molinos cercanos ante el asombro y estupor de un espigado visionario al que acompañaba su orondo y escéptico ayudante.
La luz abrió ante mis ojos un onírico escenario ciudadano. El centro peatonal estaba habitado por peatones. Me froté los ojos buscando ese elemento consustancial a los espacios peatonales: las furgonetas de reparto, pero no conseguí encontrarlas. En su lugar silenciosos y discretos vehículos eléctricos portaban hacia bares y comercios las mercaderías que camiones y furgonetas depositaban en los centros logísticos diseñados al efecto sin romper con su ruido la armonía de la soleada mañana. Sería enero, porque la voz de Josetxu lanzaba alta y clara, bueno relativamente clara, su eterna letanía: billeeeetes para la rifa de san Antón. Las palas, ordenadamente colgadas en los percheros portapalas que había por doquier a disposición de los ciudadanos recordaban la última nevada. El tranvía cargaba sin parar a ciudadanos que acudían a la flamante estación de autobuses para ir a visitar el Guggenheim y a presenciar un bonito concierto en el estadio público de San Mamés. Todo gratis, costeado por la Asociación de Amistad Alavesobizkaina, la famosa Triple A. Ediles, junteros y hasta parlamentarios recorrían en alegre biribilketa las baldosas enteras y pegadas al suelo de las calles del centro y hasta un joven salía tan contento de un banco o una caja, no lo recuerdo, con su hipoteca bajo el brazo.
Cuando desperté todo seguía oscuro, pero eso sí, en la mesilla tenía una entrada de barrera para ver yo también a José Tomás.
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