Hace años, cuando a uno le echaban del curro en el que había pasado gran parte de su vida, o volvía tirunfante de su periplo por la emigración, juntaba unos dinerillos y montaba un bar. Bares de barrio de esos a los que se va a tomar el cafelito, los blancos, el completo y la partida, y los vinitos de la tarde. Y luego… a dormir que las diez es buena hora para estar en casa, hasta siendo tasquero.
Un bar era entonces poco más que una lonja embaldosada con una barra y mesas de formica. Vamos, que no requería una inversión cuantiosa. Vinieron luego los veterinarios y lo de poner pinchos se convirtió en todo un capricho pagado a precio de oro. Que si la vitrina, que si el grifo monomando o de pedal, que si la campana, que si la taquilla, que si yo que se qué. Vinieron también las normas antitabaco, y peores que vendrán. Hubo que poner a la máquina de tabaco el mando ese que no usa nadie. Como los cacos acechaban hubo que poner alarma. La alarma avisaba de casi todos los robos, pero ni por esas podías estar seguro de que no entrase por la puerta un señor que decía no se qué de la SGAE y que intentaba también llevarse uno eurillos.
Ahora son los ruidos.
Y es curioso, porque estoy convencido que en más de uno de esos bares que se pretenden insonorizar, los mayores ruidos generados de cara a los vecinos en años de existencia serán, precisamente, los de la obra de insonorización. Eso el que la haga y no opte por inundar elmercado de segunda mano de registradoras, alarmas, vitirnas, grifos monomando y radios apagadas… son las cosas que tienen las normas “universales”. Eso sí, los sufridos vecinos de las zonas ruidosas seguirán gastando sus ahorros en vetanas de cristal doble y en tapones para los oidos.
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