Este fin de semana ha devenido en un reguero de muertos. De muertos ilustres.
El sábado, (como son las cosas que los famosos esperan a entrar en directo en dolce vita o en salsa rosa, aunque sea muertos), nos sorprendió la muerte de Lauren Postigo, tan conocido por él mismo como por las fastuosas imitaciones de martes y trece.
El domingo, todas las pantallas, las planas y las barrigudas, vieron correr letras que anunciaban la muerte de un asesino impune. Algunos ancianos dan pena, otros sin embargo te plantean serias dudas sobre la existencia de la justicia divina. Tal es el asco que me provoca la figura, que ni diré el nombre.
Y no lo diré, porque aún cuando esa fue la noticia del domingo, en lo que a fallecimientos se refiere, la que a mi me ha dolido hoy es la de la Bittori.
Digo la Bittori porque así era como todos la conocíamos. Aun cuando su verdadero nombre fuese Bittori Iturbe Pujana. Una mujer a la antigua, a la vasca, una mujer de fuerza y de coraje, una mujer coqueta y con ese sentido del humor que se aprende de las vidas duras.
Inconbustible, hasta que algo la ha quemado por dentro, sonriente, elegante, descarada por sincera, y si se me apura, y como diría mi abuela, a veces un poco arbolaria.
Ha muerto con 93 años sin llegar a ser una anciana, y eso tiene mérito, mucho mérito. Porque hay quien envejece mucho antes, porque hay quien nunca llega a ser adulto, y se pierde el placer de ser siempre un niño.
Bittori, agur bero bat, bihotz bihotzez…
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