Nada mejor para un aburrido día de agosto que ponerse el disfraz de excursionista y marchar decidido hacia la capital con la sana intención de comprobar en primera persona lo que muchos comentan sobre los agostos de Gasteiz. Así que cojo el autobús de las once, y para las once y media estoy poniendo pie en tierra en la provisionalmente eterna estación de autobuses, cuyo vestíbulo, por cierto, no llego ni a pisar.
Camino contemplando el artium y subo por el cantón dedicado al santo que me dio nombre (en realidad no me lo pudo dar porque estaba muerto hace ya muchos años, así que más bien se lo quitaron entre el cura y mis padres y me lo pusieron a mi y a cerca de mil alaveses allá por los años sesenta). Al llegar a la Kutxi giro a la derecha y me meto en el bi-bat. Me preguntan a ver de donde vengo, me dan un folleto que no vale para nada y me pongo a subir escaleras y evitar cubos luminosos mientras trato de descubrir las vitrinas escondidas en las paredes. Cuando encuentro por fin una grande y luminosa me acerco, pero para mi sorpresa lo que veo son las ventanas de la casa de enfrente ahí al lado, sin cortinas ni cristales tintados… Me paso por el de naipes y admiro las barajas mientras busco una en concreto que finalmente encuentro en la segunda planta, la tercera de la visita. Pregunto si hay reproducciones y me dicen que sólo de dos. Curioso porque no hace mucho compre en la feria del libro antiguo, usado y de ocasión no menos de cinco y dejé alguna sin coger, editadas por la Diputación, que conste.
El caso es que abandono tan singular recinto y camino kutxi arriba esquivando camiones de reparto y furgonetas varias. Gracias a dios ahora hay incluso tiendas abiertas. Hacía años que no se veía nada parecido. Llegado que soy a la esquina de Fariñas me topo con no menos de tres grupos de paseantes mapa en mano. Camino hacia el ensanche y de repente observo a un grupo de cascos blancos caminado por el tejado de San Vicente. Me parece raro que tantos arquitectos e ingenieros trabajen en agosto, así que deduzco que las visitas guiadas a los altos de la iglesia han comenzado. Evito el atropello del tren turístico y llego por fin a la plaza nueva y sus aledaños rodeado de un fluir incesante de planos atados a viajeros.
Por la Dato veo alguna cara conocida. Lo cierto es que con mirar a las manos ya sabes si alguien es o no vitoriano. Todo depende de si lleva plano o no. Curiosamente, entre las caras conocidas reconozco a dos de los lanzacohetes de este año, a Pedro y a Aurora. A patricia le oigo por la radio luego intuyo que también anda por aquí. ¡Esto son vitorianos y no el alcalde! me planteo, cuando de pronto veo en una terraza al alcalde en funciones y a su gerente favorito y pienso que la ciudad está gracias a dios, sabe quien, bien guardada hasta en agosto.
Me cuesta menos que otros años encontrar un bar abierto para tomar mi marianito de rigor y a eso de las dos me veo comiendo en plena calle, en el Neptuno, con el Pinttu, un viejo amigo y compañero de fatigas al que suelo visitar cuando excursiono por Vitoria. Buena comida, buen ambiente, buena temperatura y mejores vistas. Cuando ya no nos caben más garabatos sobre el mantel lo firmamos y damos la comida por concluida.
Nos despedimos, compro un libro y busco una terraza de barrio donde comenzar a leerlo. Hoy ha caido una nueva entrega de Marco Didio Falco, la décima si no me equivoco. Encuentro un sitio en la terraza del Brasilia, en la calle Pío XII, y disfruto, como debieran disfrutar los visitantes de verdad de la conversación de los jubiletas de la mesa de al lado. Muy ilustrativa, muy local y muy sabrosa.
Apenas tengo tiempo de dar un pequeño paseo más y vuelvo lentamente camino de la renfe. Un par de hasta luegos y otro más profundo… el tren parte hacia las lejanas tierras de Castilla y León, lejanas de Castilla y León pero incrustadas en ílava y clavadas como una espinita en el corazón (si es que lo tienen) de todos los que aspiran o dicen aspirar a solventar esta situación. Pero eso es otro tema… y esta excursión se acabó. La próxima semana más…
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