Fue como cerrar los ojos. Apenas un parpadeo para combinar la ingenuidad y buena intención de unos con la indiferencia o escepticismo de otros e incluso con el oportunismo de algunos.
Cinco minutos para ahorrar unos cuantos megawatios, limpiar nuestras conciencias y seguir consumiendo. Porque lo cierto es que consumir consumimos, mucho, de forma contínua. Consumen nuestros móviles, nuestras calefacciones, nuestros trenes, nuestros ordenadores, nuestros mp3, nuestros televisores, frigoríficos, y por supuesto nuestras luces.
Este sí que es el siglo de las luces. No hace falta más que asomarse al espacio y contemplar la gran luminaria con que invadimos la noche. Y todo para qué, para sentirnos seguros mientras dormimos.
No sé, pero me da la impresión de que como indivíduos tenemos mucho más que hacer que un apagón de cinco minutos, pero sé también que es difícil hacerlo. De lo que sí que estoy seguro es de que las instituciones deberían empezar a reflexionar seriemente sobre los criterios que rigen el alumbrado público. Literatura al respecto hay mucha, y es una cuestión en la que resulta fácil matar dos pájaros de un tiro. Ahorrar energía y respetar la oscuridad nocturna.
Y no hablo de un apagón generalizado, sino de un criterio razonable, ajustado a la seguridad en calles y carreteras y a la necesidad. Atrás quedan aquellos años en que el alumbrado funcionaba unas pocas horas y básicamente en invierno. Pero como se suele decir, ni tanto ni tan calvo.
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