Los recientes acontecimientos ocurridos en el Sahara, así como los habituales ocurridos por aquí, me han hecho reflexionar sobre ese gran concepto con el que nos llenamos la boca y que llamamos educar para la paz. Alguna vez ya he escrito sobre ello. Pero ahora que suenan aquí vientos de paz, como suenan vientos de guerra en otros lugares, como suenan los ecos de siempre en la misma puerta de mi casa, en el enclave de Treviño, quiero volver a escribirlo una vez más.
Educar para la paz es convencer, y la mejor forma de hacerlo es demostrarlo, de que las cosas pueden arreglarse sin necesidad de acabar a palos. Se equivoca de plano quien piensa que educar para la paz es convencer de que la violencia es inútil, y que lo es porque nada puede cambiarse ni a nada se puede aspirar. Educar para la paz es reconocer por la vía de los hechos que el sistema está diseñado para renovarse, que tiene oidos y sentidos y es capaz de escuchar y atender, de reaccionar y de evolucionar siempre y cuando así se le demande con corrección.
La paz, vista en su totalidad, no es tan sólo la ausencia de violencia gestual o explícita. Es la ausencia de todo tipo de violencia, de la que se ve y de la que se siente. De la que ejerce el llamado imperio de la ley cuando es más imperio que república y más ley que justicia. De la que ejerce el estado de forma formalmente legítima aunque no siempre moralmente legitimada. De la que ejercen ciertos lobbys o grupos del sistema para impedir cambios y avances al amparo de una presunta intocabilidad de las leyes y las consituciones. De la que se deriva de un respeto a las instituciones que sobrevuela y violenta incluso su naturaleza esencial y su propio fundamento primigenio. La institución no es un dios, es una herramienta, igual que lo es la ley, igual que lo es la constitución y cuantas leyes seamos los hombres capaces de escribir y debamos corregir.
Paz en este sentido totalizador no es tanto que no haya palos, sino que desaparezcan los motivos y las excusas para darlos o recibirlos.
El caso del Sahara es sintomático a nivel mundial. No puede pedirse más paciencia a quien ya la ha demostrado, ni pedir mesura a quien ve como único resultado de su buena disposición la consolidación de la injusticia que sufre. No puede acusarse a David de abusar de Goliath, ni mirar a otro lado y a otras paces para condenar la respuesta y negarse a tan siquiera ver lo evidente de la causa. Si alguien está siendo violento en todo este asunto es el reino marroquí y el mundo entero que sibla distraido mientras corer la sangre en El Aaium.
El caso de Treviño es igualmente sintomático a nivel local. De poco o nada sirven los anhelos y las aspiraciones expresadas sin violencias ni extridencias, de forma y manera democrática que algunos dirían. En la república y en la dictadura, en la transición y en la post transición. Con populares o socialistas, con nacionalistas de una u otra bandera, con curas y seglares. Las leyes unas veces, las presiones de los caciques otras, los intereses generales de ciertos particulares, las constituciones los estatutos y los qué se yo siguen pesando como una losa frente a una aspiración legítima. Y eso es violencia.
Educar para la paz es en definitiva enseñar a escuchar, no como deporte sino como aprendizaje, no como espera para decir lo que se lleva escrito de antemano sino como método de alcanzar el acuerdo y respetar las voluntades ajenas además de la propia. Educar para la paz es aprender a dialogar, enseñar a negociar, invitar a ceder y en definitiva aspirar a vivir para convivir y convivir para vivir.
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