Publicado en Diario de Noticias de ílava el 21 de febrero de 2012
Que no se asuste nadie, que no voy a hablar de la censura sino de la censura. No voy a ocuparme de cosas prosaicas y baladíes que le afectan a uno en primera persona sino de cosas más trascendentes que nos afectan a todos como colectivo. Por eso no voy a hablar de la censura entendida como una de las bellas artes en el control de la opinión publicada, sino de la censura entendida como el oficio y dignidad del censor en la Roma republicana. Porque Roma, antes de ser imperio fue república, y a veces, y cada vez más, me gusta recordarlo.
En la antigua Roma los comicios centuriados elegían Cónsules, Pretores y Censores, mientras que la asamblea de la plebe elegía a cuestores, ediles y tribunos. Eran éstos oficios menores, ya se sabe, finanzas, aprovisionamientos, calles y espectáculos públicos. Pero el quid de la cuestión, y de ahí la restricción en su cuerpo de electores, estaba en el censor cuyo principal cometido, y de ahí su nombre y no de lo que todos estamos pensando, no era otro que la responsabilidad en la realización del censo. Bueno, algo tenía que ver con la moralidad pública, pero sobre todo, y es lo que más importa, su papel era actuar como vigilante del censo, del padrón que decimos hoy en día.
Del censo dependía quién era quién, qué rango tenía cada cual, a qué podía aspirar como lo que era y qué estaba obligado a hacer dentro de la vida romana. Por eso cuando cayó la república y llegaron los césares el cargo de censor desapareció. Bueno en realidad no desapareció, sino que los emperadores, que tontos no eran, asumieron ellos mismos la tarea de censurar, o sea, controlar los censos, y ya de paso lo del otro censurar también.
Hace años, no tantos como para que aún existiese la antigua Roma ni tan pocos como para que hablar de la república siguiese estando si no prohibido al menos mal visto, el censo seguía siendo toda una institución. Cada lustro recibíamos en casa un sobre repleto de papeles que los cabezas de familia se afanaban en rellenar. Un día llamaban a la puerta los agentes censores y la familia al completo se personaba mientras revisaban los papeles. Eran otros tiempos. Entonces todos sabíamos dónde y con quién vivíamos. Pero llegó algo peor que la república o el imperio. Llegó la informática y nos hicimos tan sabios que dejaron de hacer falta papeles y censores, y así nos va. Nadie sabe dónde vive salvo el Ayuntamiento, que se ha empeñado en saber dónde viven los pobres y los inmigrantes de última generación. ¡Pobres de nosotros!
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