Los domingos me levanto revolucionario. Me ayuda a ello que me levanto más tarde aunque me despierto casi cuando siempre y oigo un rato más la radio. Radio Vitoria está de misas y esas cosas, así que me dedico a transitar por el dial y lo que oigo suele ayudarme a reforzar la sensación de que, cada vez más, una revolución, sea en el formato que sea, no es que sea conveniente, oportuna o incluso necesaria; es que es imprescindible y cada vez más perentoria. Eso por no hablar de lo inevitable dado el entusiasmo con que algunos tensan la cuerda.
La izquierda encerrada en su laberinto sigue creo yo que un poco desorientada, más centrada en su cainismo congénito que en la lectura de los tiempos. De la intelectualidad vigente hay quien vive preso de sus compromisos y subvenciones, quien de sus nostalgias y quien intenta escudriñar el presente en busca de los retornos inevitables de su pasado glorioso.
Posiblemente yo mismo sea una mezcla de todo lo anterior, pero los domingos me gusta fugarme de mi mismo.
La revolución es necesaria porque la situación es crecientemente insostenible. Pero para llevarla a cabo es importante antes de nada saber qué es lo que queremos cambiar y saber también quién es el que lo impide. Hecho esto tendremos el soporte necesario para ponernos a pensar en las estrategias a seguir y en sus desarrollos tácticos.
La revolución es hoy por hoy el empeño loable y deseable en lograr un objetivo simple. Un mundo más justo en lo social y en lo ambiental. Esto es, reconducir la economía a criterios de sostenibilidad social y ambiental y gestionar a escala global un reparto más equitativo de los medios, riquezas y oportunidades.
La asunción de ese objetivo significa una revolución total en nuestro sistema de valores y en la escala en la que se sustenta. Frente al icono socialdemócrata del “estado del bienestar”, la revolución pasa por redefinir el propio concepto de bienestar y por aplicarlo no al estado sino al mundo. Bienestar no puede ser equiparable al aumento de la capacidad de consumo, sino a algo más etéreo como la felicidad. Si no aspiramos a ser felices y reducir la lista de nuestros problemas no estaremos hablando de revoluciones sino dando vueltas a la misma tortilla. La escala de valores no puede usar como unidad la moneda, ni la ansiedad que genera la espiral de consumo es soporte capaz de generar situaciones colectivas y personales más cercanas a la felicidad. No se trata de retroceder en el tiempo y renunciar a la comididad o el progreso. Se trata de no dejarse cegar por él. Se trata de tener en lo material lo que realmente nos sea necesario, de no desperdiciar, de concebir un mundo en el que el desarrollo humano tenga más que ver con el hecho de saber usar el tiempo que con buscar la manera de comprarlo y obsesionarse con tener dinero para gastarlo mientras lo pasamos. De la misma forma que los recursos no se pueden desperdiciar, debemos tener claro que si un recurso limitado hay en nuestras vidas ese no es otro que el tiempo para vivirlas.
Enunciado este objetivo el paso siguiente es identificar a quien no lo hace posible.
La izquierda tradicional centró su objetivo en el control de los medios de producción e identificó el enemigo estructural a batir con la institución del estado. Eso, que era evidentemente válido en el siglo XIX e incluso en el XX empieza a serlo menos hoy. En mi opinión, y por concretar, el objetivo es controlar los flujos financieros y los fondos de inversión, y el enemigo estructural es el sistema financiero global. El estado, desde ese punto de vista debería pasar de ser un elemento a destruir a constituirse en un medio a utilizar incluyendo en caso necesario su poder de coerción militar.
Los fondos de inversión globalmente considerados se convierten en un animal sin alma que busca únicamente la generación de riqueza monetaria a corto plazo, sin mayor problema ni ligazón con la economía real ni con los humanos, bienes y productos que la sustentan.
Frente a la idolatrada idea del “valor añadido” nuestra revolución conceptual pasa, valga la paradoja, por la puesta en valor y la recuperación del aprecio por el concepto más cercano del valor real, el que se sustenta y se soporta en lo real, el que sirve para algo real, y el que es realmente útil para la colectividad.
Por hoy ya tengo bastante… seguiré desarrollando mis tesis de febrero cuando empiece marzo y antes de que llegue junio, no sea que se acaben mezclando con las tesis de abril.
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