La ciudad de los escoltas.
El viajero no nota nada singular cuando llega por pirmera vez a la ciudad de los escoltas. Es después de unos días, de unas horas si es que es muy avispado, que empieza a notar cosas extrañas. El viajero procedente de otros puntos lejanos del planeta y ajeno a las interioridades de Gasteiz observa como, sobre todo en el centro del imperio, muchos mocetones, sanos y fuertes, pasan horas y horas aparcados.
El viajero piensa que en la ciudad de los escoltas sobra el trabajo, y se compadece de estos jóvenes que toma por desempleados, por gente sin oficio ni beneficio que espera la llamada del trabajo, como si de los lunes al sol se tratase.
En otras ciudades, y en épocas festivas, el viajero ha visto a mocetones como estos, sólo que pintados o disfrazados, y con un cestillo a sus pies. Pero aquí no parece que sea el caso.
Le sorprende eso sí, como de repente, como espoleados por un resorte, todo este estatuario se pone en marcha rápidamente, y comienzan a caminar con aire ausente, pero dirección clara. Unas veces el resorte procede de un artilugio que nunca separan de sus manos, un teléfono movil. Pero otras no es ni siquiera eso. Y el viajero lo percibe porque todas esas sombras avanzan y se detienen según y como avanza y se detiene alguno de los habitantes de la ciudad de los escoltas a quienes muchos conciudadanos saludan. El recién llegado intuye que se trata de autoridades, y es entonces cuando empieza a preguntar a que se debe este deambular de sombras tan evidente.
Cuando el viajero conoce la verdad de todo el asunto, se siente apenado, se siente triste, y no admite como nadie puede llegar a sentirse resignado. El viajero lamenta haber bromeado con el asunto, y desea con todo su corazón, que estos mocetones sean lo que al principio había pensado, jóvenes en busca de trabajo.
Con ese triste pensamiento abandona la ciudad de los escoltas en busca de ciudades más libres.
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