Publicado en Diario de Noticias de Álava el 11 de diciembre de 2012
Cuando decimos airados que algo no tiene nombre no pensamos en la cantidad de veces en que lo que no tiene nombre no es algo sino alguien. El otro día iba yo sentado en el autobús con mi hija. Mientras ella me hablaba por un lado por el otro no pude evitar oír la mitad de una conversación telefónica. Hablaban de un compañero de “centro”. Le habían encontrado muerto el día anterior. No pude entender su nombre a pesar de oírlo. La historia me conmovió, así que cuando tuve un rato miré la prensa y nada. Miré las esquelas y nada. Mire los partes policiales y nada. Ni hombre ni nombre.
Algo parecido me había pasado unas semanas antes. Fue en un bar y el nombre no solo lo entendí, sino que lo reconocí. También lo habían encontrado muerto. Tampoco dejó huella ni en prensa ni en esquelas. Distintos matices pero similares circunstancias.
Todo lo que vive tiene nombre, y todo lo que pasa tiene nombre, hasta incluso lo que no lo tiene. El nombre te persigue y se te hace indispensable. El nombre es, además de todo, el cierre que ata los eslabones de la huella que dejamos. Y sin embargo, para algunos, el nombre desaparece tan pronto mueres. Los grandes hombres lo dejan escrito en plazas, calles, y edificios varios. Los medianos en esquelas y panteones y los pequeños, si acaso, en un frío legajo del registro. Y sin embargo sus vidas son tan vidas como las de los que nos glosan o glosamos. Y ahora que se nos acercan días de paz y amor a golpe de visa y de divisa no estaría mal ponerse un poco serios, que no tristes, y dedicar un poco de tinta y papel a todas esas personas que tuvieron nombre aunque no lo recordemos. Un nombre que fue suyo aunque se lo dieron otros, igual que a todos. Un nombre que no merece caer en el olvido, como la vida de toda esa gente con la que nos cruzamos y como la vida de la gente con la que ya no nos cruzaremos.
Leave a Comment