La ciudad de las blusas
Desde hace años ya, un viajero se acerca a Vitoria – Gasteiz un cuatro de agosto para pasar unos pocos días. No es un viajero cualquiera. Es siempre el mismo, y siempre diferente. Eso sí, el gasteiztarra le reconoce por su indumentaria, y más concretamente por una parte de ella, la blusa. El gasteiztarra sabe entonces que su ciudad ya no es suya, es la ciudad de las blusas.
Las blusas surgen de pronto y lo inundan todo. En solitario, que también los hay, o en cuadrilla. Hay blusas veteranos y blusas txikis, blusas devotos e inmaculados que acuden con fervor a rosarios misas, procesiones y homenajes, blusas salados, blusas pesados, y hasta blusas impresentables que sacan, escondida en su blusa, toda la babosería que esconden durante el año.
Los blusas se organizan para ir a los toros y acaban en el prado, y recorren victoriosos el centro de la ciudad precedidos de txocantes ingenios mecánicos y altamente alcohólicos, y de pancartas que recuerdan otros tiempos, quizás ahora lejanos. No están todos los que son, pero que vas a pedir si es verano, son fiestas y son las cinco de la tarde…
La blusa da al vitoriano alas para saltar de esa forma que sólo en Vitoria se salta. Los brazos hacia arriba, como sueltos, moviéndose más por la inercia de los saltos que por un impulso intencionado. Los cuerpos juntos y a poder ser los saltos, con las piernas entre abiertas y sin trayectoria fija, buscando el rebote de cuerpo contra cuerpo.
Así pasan los días y las noches, sobre todo las noches, pidiendo a los de las dianas que toquen más bajito, llenando los bolsillos de bares, barracas, tenderetes, artesanos y globeros, y al final, el viajero se va cansado pero contento, y los vitorianos, como avergonzados, atan la blusa a la cintura y apuran los restos de la fiesta.
La ciudad de las blusas vuelve a ser Vitoria, esa Vitoria en la que con cierta frecuencia descubrimos que, tal como funcionan las cosas, hay muchas cosas que funcionan, como por aquí decimos, como una cuadrilla de blusas, pero sin fiestas.
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