Publicado en Diario de Noticias de Álava el 5 de febrero de 2013
Los miedos con los que vivimos no son nuevos, son los de siempre: la muerte, el dolor, el hambre… Son los temores en los que cada uno los concretamos los que nos hacen diferentes. Hemos pasado del temor de Asterix a que el cielo nos caiga sobre la cabeza al temor de que nos caiga un asteroide, un misil o simple chatarra espacial. Pero el miedo es el mismo: que se acabe el mundo tal como lo conocemos. Aunque bien pensado, que se acabe este mundo tal como lo conocemos debería ser más un motivo de esperanza que de miedo.
Los temores no sólo cambian a través del tiempo. A menudo conviven simultáneamente los que nos distinguen por cuestiones de género, de clase y hasta de adscripción urbanística. En nuestros pueblos, poblados de casas dispersas, el temor se encierra a menudo en el hogar y se concreta en la amenaza de un asalto. El campo abierto y despoblado es más seguro que el espacio urbano aunque esté suficientemente iluminado. Por eso los urbanitas vemos la casa como el espacio seguro y sentimos temor a las calles nocturnas y a quienes las habitan.
Teme el rico que le roben y el pobre teme no dejar nunca de serlo. El que gobierna teme no poder llegar a acuerdos para seguirlo siendo y el que se opone teme tener que llegar a acuerdos que beneficien al contrario. El que sufre a unos y otros siente el temor de que al final, con acuerdo o sin acuerdo, sea de él de quien no se acuerde nadie. Teme el corrupto a que le pillen y el honrado, por mucho que lo sea y dado lo complejo del sistema, lo que teme es que le inspeccionen. El jubilado teme que le bajen la pensión y el que no es jubilado teme que le vayan poniendo cada vez más lejos la meta hasta que nunca llegue a serlo.
Tantos temores para los mismos miedos que al final se acaba haciendo cierto aquello de “dime a que temes y te diré no solo lo que pareces, sino también lo que eres”.
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