Publicado en Diario de Noticias de Álava el 19 de febrero de 2013
La línea que separa lo sublime de lo abominable es estrecha. De hecho es extraordinariamente fácil ver cómo el más genial de los inventos puede terminar por convertirse en el más insufrible de los padecimientos. Pongamos un ejemplo. Toda la vida unos cargando pesadas maletas y otros empujando carritos de la compra hasta que aparece un genio, junta ambos inventos y ale hop: nace el trolley. El trolley es ese ingenio al que unos llaman troner, otros troller y los más modestos maleta con ruedas. Gracias a su asa extensible permite pasear con dignidad el ingenio rodante calle Dato arriba o abajo, según vayas o vengas de la estación, y ahí es donde empieza el problema. Se ve que el inventor no contaba con que el trolley tuviese que ir más allá de los pulidos vestíbulos de las estaciones. El ingenuo inventor no contaba con ciudades como Vitoria, en las que uno llega en tren y tiene que andar no menos de quinientos metros para coger un autobús o un tranvía. El gran diseñador de maletas rodantes no dispuso sin duda de pavimentos con las variadas texturas que ofrecen al viandante las aceras vitorianas, y claro, ocurrió lo inevitable: puestos a elegir ruedas, que mira tú que hay modelos, materiales y tecnologías, escogió las que más ruido hacen. Tal es así que cada vez que un tren descarga su cargamento de viajeros el pacífico Ensanche ve su paz turbada por una turba de maletas que avanzan atronando la calle en una rica melodía de baldosas y de ruedas. A veces uno piensa que son miles los que avanzan y vuelve asustado la cabeza para contemplar que son tan solo una pareja. Otras sin embargo parece una carrera por equipos en las que los orgullosos maleteros avanzan, maniobran y se adelantan Y es que el silencio que atruena es sin duda el menos valorado de los patrimonios naturales, aunque sea sólo cuestión de ruedas y baldosas.
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