Publicado en Diario de Noticias de Álava el 2 de abril de 2013
A veces la vida es como un pantano. Uno ve la estampa apacible y plácida de sus aguas y no advierte, hasta que se sumerge en ellas, las turbulentas corrientes que agitan su fondo. Y esto es algo que ocurre en los sitios que menos te lo esperas. Vas dando un paseo. A lo lejos ves una bucólica estampa. Hombres maduros y curtidos en mil batallas con sus bolas en la mano pasando la mañana al aire libre. Les ves lanzar sus bolas y agacharse a por ellas un rato después. Les oyes de vez en cuando jalear una jugada. Les percibes en todo caso como un colectivo de gente que pasa el rato disfrutando del juego, del día y de la compañía.
Es lo que llaman petanca. Eso que uno recuerda como deporte playero con aquellas bolas llenas de agua, su metro y su bolita de madera. Una de esas cosas que se inician como pasatiempo, se toman como afición y, tras un breve tiempo como juego, se convierten en deporte para terminar en deporte federado. Y ahí empiezan los líos. Lo que era juego y pasatiempo se convierte en algo serio y riguroso. Lo que era espacio público se patrimonializa por los organizados y comienzan los conflictos, las exclusiones, las adhesiones y hasta el descontento. Los federados imponen sus privilegios al espacio que hasta entonces era de todos, y dividen el planeta petanca entre los propios y los extraños. Como en muchas otras esferas de nuestra vida social, en cuanto lo espontáneo se normaliza surgen las normas, y con ellas las estructuras y con ellas los que las ocupan. Los bares y tabernas pasan entonces a ser los foros del descontento.
Bajo la pacífica apariencia de la Petanca se esconde a veces una parábola de nuestras tensiones, de las dictaduras y las revoluciones, de lo absurdo que son los abusos, y por encima de todo, de los estúpidos mecanismos del poder. Me veo haciendo pegatinas… Por una petanca libre ¡movilízate!
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