Publicado en Diario de Noticias de Álava el 5 de noviembre de 2013
Las ciudades son algo más que materiales de construcción ordenados en el espacio, más que asfalto pintado y cristales que se caen. Son incluso más que viviendas y locales comerciales. Las ciudades son la impronta que sobre todo lo anterior van dejando quienes viven en ellas. Pero las personas, y hasta los personajes que las habitan, tienen un problema… por lo general duran menos que las piedras, el asfalto y los cristales. Por eso cambian las viviendas de dueños y los locales comerciales de clientes y negocios. Porque lo mismo que unos mueren o se van, otros nacen o vienen. Eso es un recambio natural que solo aceleran la usura de cajas y bancos y la cómplice dejadez de las instituciones. Pero no se pueden poner fronteras al tiempo, ni siquiera a golpe de ordenanza o toque de quebab.
Por eso a veces, cuando hablamos con nostalgia prematura de nuestro Ensanche, y empezamos a discutir sobre árboles y jardineras, sobre oficinas municipales o locutorios multirraciales, nos olvidamos de que esas personas que hicieron que el Ensanche y hasta incluso nuestro Vitoria fuese lo que fue van desapareciendo sin prisa pero sin pausa. Y así uno de pronto echa de menos sonrisas como la de Ramón, igual que se acaba uno por acostumbrar a la ausencia de la sorna de Fede, la coña de Capa, o hasta la fanfarronería de Iñaki. Cuadrillas de vinos diarios, de largas conversaciones, de eternas disquisiciones. Encuentros de buen humor en torno a un vaso de vino, sin pijotadas pero con cariño, y sobre todo con una inquebrantable afición a verse diariamente. Gente que es más de Vitoria que la calle Dato o la Plaza Nueva y no lo es a golpe de fama otorgada sino ganada día a día a golpe de zapato y zapatilla. Son nuestra reserva de la vinosfera, cada vez más escasa, para la que desde aquí, en la persona de Enrique, mandamos un saludo con su blanco y todo.
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