Hablamos a menudo de violencia y le ponemos adjetivos y hasta discutimos sobre ellos. Violencia de género, violencia machista, violencia de estado, violencia terrorista, violencia callejera, violencia social y hasta violencia gratuita. Hablamos de cultura de la paz y de apología de la violencia. Vestimos nuestras palabras con el sanbenito de la ética y nos olvidamos de que a menudo de lo que hablamos es de política.
Pocas veces en política la violencia es gratuita. De hecho, lo que realmente diferencia una sociedad democrática de una que no lo es es la mayor o menor rentabilidad de la violencia como instrumento de controversia. Del mismo modo que decía Klausevitz que la guerra es la prolongación de la política, la violencia callejera, más o menos espontánea, más o menos organizada, es a veces la única palabra que se escucha de los olvidados del sistema que, por cierto, cada vez somos más numerosos y más olvidados.
La violencia, más allá de las éticas simplistas, es a menudo la única respuesta y el único recurso que deja el sistema y quienes lo gobiernan. De esto no es necesariamente responsable el que la emplea, sino más bien al contrario. Es el que hace oidos sordos, el que ignora, el que pisotea con su zapato pulido el que la inspira, la provoca, la cultiva y finalmente la enciende. En una ética compleja, en una ética más social que del indivíduo, la violencia más allá de su rentabilidad, es incluso necesaria y conveniente. Así se ha demostrado históricamente a lo largo de revueltas, revoluciones y otras luchas que nos llevaron a donde estuvimos y de donde nos vamos alejando.
Por que esa es otra. Si consideramos violencia a una imposicion de parte basada en la fuerza, no debemos quedarnos en la violencia evidente, en la pintoresca. Puede ser incluso más violento que un contenedor ardiendo el acto en el que un elegante ejecutivo de un plumazo deja a miles, cientos, decenas o incluso a una sola persona a la puerta de su casa o de su empleo. Sin recurso ni maniobra, ni derechos. Abusando de sus leyes y sus poderes y de su privilegiado conocimiento y control sobre ellos.
Si lo vemos así, tras la violencia con que conquistamos nuestros derechos sociales, el sistema nos convenció de lo importante de las formas y convirtió huelgas, manifestaciones y protestas en algo frío e institucionalizado. Un espectáculo. Lo reglamentó hasta convertirlo en algo absurdamente educado, y una vez desmovilizados ejerció sobre nosotros su violencia de guante blanco para despojarnos de lo que habíamos logrado.
Lo que el sistema nos enseña es que lo que conquistamos con la fuerza de nuestra violencia lo perdimos con la constancia y habilidad de la suya. La guerra no ha terminado, solo ha cambiado de bando el viento de la victoria.
Educar para la paz, si realmente se cree en ella es hacer la violencia innecesaria, y para eso solo hace falta emplear de forma perseverante y sincera un par de armas, el diálogo y las palabras, y hacerlo no para justifiarse y seguir machacando, sino para comprender, compartir y cuando es necesario ceder, aprender, asumir y rectificar.
Demostrar con los hechos que sólo se escucha cuando se grita, se ve cuando el fuego de las barricadas alumbra la noche y se gira la cabeza cuando se recibe una pedrada es hacer evidente que la violencia no solo es rentable, sino justa y necesaria.
Efectivamente la violencia sorda, insensible y prepotente de una parte de la sociedad más privilegiada hacia los desfavorecidos es una de las peores agresiones en una sociedad que presume de ser democrática….Y no es casualidad que, muchas de las llamadas violencias, recaigan sobre los más débiles….