demagogo, ga.
1. adj. Que practica la demagogia. U. t. en sent. fig.
2. m. y f. Cabeza o caudillo de una facción popular.
3. m. y f. Orador revolucionario que intenta ganar influencia mediante discursos que agiten a la plebe.
demagogia.
1. f. Práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular.
2. f. Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder.
Un grupo de jóvenes arrojó el sábado unos botes de pintura sobre el monumento que conmemora la Batalla de Vitoria en la plaza de la Virgen Blanca. Contextualizaron su acto en el marco del 8 de marzo, día de la mujer. Fueron detenidos. Los cuatro eran menores. Parte de la sociedad vitoriana se sintió agraviada con el acto. El alcalde de la ciudad se puso a la cabeza y a través de twitter declaró que “la factura de la limpieza del monumento de la Virgen Blanca la pagarán los padres de los menores que la arrojaron” y concluyó que espera que “en su casa tengan algo más que una conversación”, con lo que consiguió una gran marea de comentarios, los más de ellos animosos y encantados con el castigo a los padres y madres de las criaturas.
Hasta ahí los hechos.
Ahora las reflexiones.
Vaya por delante que no me gustan en general las agresiones contra el patrimonio. Me disgustan tanto como las defensas apasionadas que dependen de matices más que de raices. Yo defiendo todo el patrimonio de cualquier ataque, no solo el que me interesa y según quien lo ataque. Atacar el patrimonio es también recortar el presupuesto para su atención y conservación, es hacer el caldo gordo a la iglesia y pagarle su conservación, es mirar para otro lado cuando la agresión se produce sobre lo que nos molesta o incomoda, es reducir la posibilidad de ampliarlo, es incluso convertirlo en un mono de feria para facturarlo.
Dicho esto añadiré que hace años que me revuelve las tripas ver como dejan las paredes de nuestra historia los que nos hablan de la falta del respeto de otros a nuestro pueblo y sus raices. Y hablo de piedras más antiguas que las del monumento camino de su primer centenario.
Pero lo que más me ha llevado a reflexión de estos “incidentes” y su corolario es la cuestión de la responsablidad de los padres y la demagogia que se ha instalado en torno al asunto.
Vayamos por partes. Tal como está la legislación no hace falta salir como si uno fuese el garante de que la factura la pagaran los padres. Eso es así. Nuestro sistema nos convierte en responsables de los actos de los menores a nuestro cargo y custodia. Lo mismo da que rompan un jarrón chino en la casa del vecino que tiren una tarta al concejal de turno. De forma que apuntarse un tanto que ya está marcado no deja de ser un narcisismo innecesario.
Otra cosa es que esto deba ser así, y ahí es donde debería surgir el debate. Hacemos a los padres responsables de los actos de los menores a su cargo sin entrar a valorar si son los que los han impulsado, promovido o provocado o si son simplemente los que no pueden evitarlo. Pedimos medidas coercitivas y responsabilidades a los padres y lo hacemos a la vez que les negamos a esos mismo padres la posibilidad de ejercerlas. Los derechos del menor, a menudo sin la contrapartida de sus deberes, hacen que la sociedad pueda hacer lo que la familia no puede y a la vez hacerla resposable de lo que no ha podido impedir hacer. ¿Cómo puede evitar un padre que su hijo coja el bote de pintura? ¿Lo encierra en casa? Noooo, ¿Le castiga? Noooo, en todos esos casos podría incluso acabar él mismo en los mismos tribunales en los que acabará como responsable subsidiario de los desmanes de la criatura. Y ahí no le acompañarán los que desde los medios, los colegios, los púlpitos, los carteles y reuniones son en definitiva los impulsores de las conductas de los niños. Todo el mundo influye, pero solo son responsables los padres a los que hemos dejado sin mecanismos ni autoridad para controlar la educación de los menores a su cargo.
Vamos contra ellos y pedimos su cabeza… y solo nos damos cuenta de lo que hacemos, y a veces ni eso, cuando nos llega una carta con la factura de alguna tropelía del nuestro.
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