Publicado en Diario de Noticias de Álava el 22 de abril de 2014
Que difícil era distinguir la frontera entre la ciudad del dios a quien se atribuía la creación del mundo y la de los hombres y mujeres que vivían en ella. Sobre los tejados de las casas humildes las torres de los templos se elevaban llamando a la oración y recordando, como en un relato de Orwell, que el ojo del padre divino estaba atento y vigilante.
Era una sociedad de religiosos, prebostes y soldados que desfilaban juntos y juntos se cubrían. El resto obedecían en silencio triste y eso cuando no participaban gustosos de aquel orden vestido de divino que tan bien venía a algunos mortales con ansias de poderes terrenales. Al final de todo aquel entramado de leyes basadas en creencias y de represiones puramente laicas vestidas de pecado y de ofensas al divino estaban las mujeres. La cabeza cubierta y el rostro velado. Incapacitadas para abrir o cerrar una cuenta o firmar un contrato sin la autorización de su marido, de su padre o incluso de su hermano.
Algunas fechas eran aún peores. La alegría se desvanecía. Callaban los teatros y las radios enmudecían salvo para la música religiosa y las palabras divinas. La alegría no era bien vista y puestos a ver lo único por ver eran monumentos y calles en las que los más integristas se daban a la flagelación y al sufrimiento público de la penitencia y el castigo al abrigo de soldados y bajo la mirada complaciente de caciques y mandamases.
Que razón tienes dijo una voz a mi espalda. Me volví. No estaba solo en el único bar abierto del barrio desierto por vacaciones. La voz que leía por encima de los hombros continuó. Yo también estuve en Marruecos y lo de los musulmanes es la hostia. Es como viajar a la edad media. Ya, pero yo hablaba de la Vitoria de mi infancia, le dije, y aunque tenga arrugas en la frente no nací en la edad media. Eso si, tengo buena memoria, memoria sin prejuicios.
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