Publicado en Diario de Noticias de Álava el 10 de junio de 2014
Tanto y tan bien nos engañan que a veces tengo la impresión de que tanto engaño sólo es posible con nuestra inestimable colaboración. Sale un teórico con nombre de whisky de malta o de cadena de hamburguesas, nos habla de la aldea global y allá que nos engañamos todos y nosotros también. Que no, que Mcluhan no dijo nada de que globalizar la aldea fuese tener todos un chalé en la Ciudad Jardín, en Sotogrande o en Saint Tropez. Eso no se globaliza nunca. A veces se nacionaliza, se incauta, se expropia o se desamortiza, llámelo x. El caso es que se le quita al que lo tiene y se reparte, a las buenas o a las malas, cosa que desgraciadamente suele ser frecuente y hasta necesario. El que tiene mucho generalmente tiene de todo menos la costumbre de repartir.
Globalizar la aldea que tenemos es dejarnos de pijotadas y de sueños y asumir nuestra aldeana condición aquí y en Sebastopol. Y hacerlo además empezando por las pequeñas costumbres diarias. Recuperar esos saludos que cruzábamos por el mundo. Aquellos toques de claxon y agitar de brazos por las ventanas abiertas del coche sin aire acondicionado con los que celebrábamos el encuentro con una matrícula de Vitoria en Benidorm, Salou o Fuengirola. Portarnos como aldeanos en el campo y en la playa, adoptando esa humanidad tan aldeana y tan global que nos hace reconocernos, sonreírnos y sentirnos hermanos por círculos o esferas. En el campo y en el monte se asume como propios a los de la especie; en la playa o la ciudad ajena a los de la propia playa o ciudad, y en esta a los de la familia, y en la familia a los de la casa y en la vida en general, a todos menos a uno, a ese que estará ahora mismo plano en mano pensando a quien quitarle una placa para poner otra con el nombre Leonor, que para eso, mire usted, para eso si que seguimos siendo aldeanos como globos y pelotas como bobos.
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