publicado en periódico de álava
Cuando alguien acude a un teatro como espectador y termina siendo el protagonista de un drama, uno siente la necesidad de comprender el guión y entender el papel que en su ejecución han jugado el director, el reparto y la clap.
El mensaje está claro. El estado no se arrodilla, aunque estar de pie suponga la muerte de sus miembros. El estado, apoyado en su razón, condolece a las víctimas que ha causado entre los suyos y festeja en un aparte macabro las que ha causado entre sus enemigos.
La perversión del uso de las palabras y de la utilización de las personas es tal, que si no hubiese tantos dramas ante nuestros ojos creeríamos estar asistiendo a una comedia.
Hay dramas porque toda vida que se acaba es un drama. Un drama que concluye para quien se va y comienza para quienes se quedan. En esa intimidad de la tragedia el mundo es realmente justo, todos sufren por igual con sus desgracias.
Pero lo que ya no sé si es una comedia, un esperpento o simplemente un espectáculo que ofende a la inteligencia es lo que sucedió, sucede y sucederá en la nueva Rusia democrática.
Como vivimos en un mundo de buenos y malos, y los blancos occidentales, demócratas y a ser posible de derechas son buenos, el resto de los occidentales somos sospechosos, y los demás directamente culpables no es de extrañar que pase lo que pase.
Lo que hace diez o quince años hubiese sido una muestra indignante de la falta de libertad comunista, de la desinformación y control de los medios por el aparato del partido, es hoy tan sólo un pecadillo menor (uno más) de un gobernante “democrático”. De un gobernante que lleva años esquilmando Chechenia ante la mirada impasible y oportunamente desviada de los gobernantes demócratas que en el mundo son.
Lo que en cualquier sociedad realmente democrática hubiese supuesto un terremoto político, con ceses, dimisiones, e incluso responsabilidades penales, es ahora una operación necesaria en la que gracias a Dios (sabe quien) han muerto la práctica totalidad de los terroristas y “sólo” unas decenas de rehenes.
Ni se esperó lo suficiente para felicitar al responsable de la intervención, ni creo que podamos esperar rectificación alguna a pesar de los detalles que día a día se conocen sobre la magnitud del drama.
Y es que en general los terroristas asesinan y mueren, mientras que los soldados causan bajas, a veces incluso colaterales, y en su caso son vilmente asesinados por gentes sin escrúpulos.
Se condena con obcecación lo condenable, pero no todo, porque se comprende lo incomprensible y se apoya lo indefendible, y todo porque se extiende por el mundo una interesada forma de entenderlo. Se embarca uno en la cruzada antiterrorista global o se cae en el pozo de la sospecha, de la presunta traición.
Yo aunque no estuve allí, en las cruzadas, no me siento en absoluto orgulloso de haberlas heredado. Es más, hasta casi podría decir que las abomino, porque acostumbran a ser injustas, porque generalizan, porque terminan por confundir a su enemigo cuando no lo inventan directamente.
Y es que en casos como el que me traía estas reflexiones las cruzadas sirven para ocultar las causas, justificar los atropellos y ayudarnos a cerrar los ojos ante su perpetuación. Y todo a base de distraernos, confundirnos y hacernos partícipes de lo que no soportamos.
A mi a veces todo esto me parece mucho más simple. Hay gente que mata y gente que muere, y el que lleven o no uniforme es un problema que a menudo depende más de la coyuntura que de la moral.
El que está al abrigo del poder establecido se defiende, y el que no lo está ataca, ¿o era al revés?
Cuando defendemos espacios de convivencia lo que hacemos es eso, buscar el camino para destruir este teatro de la muerte, y eso puede conseguirse de muchas formas, casi de cualquiera menos de una, matando.
Cuando defendemos espacios de convivencia no los queremos sólo para nosotros, los queremos para todo el mundo, y porque sufrimos como cercano el drama de la muerte aspiramos a que un telón de justicia lo cubra del todo, para siempre y para todos.
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