Es domingo. Está amaneciendo el día y el año. Aún es de noche. Sobre la mesilla la radio desgrana buenos deseos para el año que despierta poco a poco. Es un programa sobre consumo. Todo es confuso. La consciencia transita de la realidad de los sueños a las pesadillas de la realidad o viceversa, que de todo hay. Una voz expresa un deseo. Habla de la ley de mercado y de la competencia y de como en la intersección de ambas debiera estar, por ejemplo, el hecho de que si baja el petróleo bajase la gasoliona, igual que ocurre cuando el cambio es hacia arriba. Su deseo es que este año el debido cumplimiento de la ley del mercado haga que las empresas compitan y bajen sus precios.
Ingénuo.
La ley de mercado no busca regular el mercado sino asegurar el beneficio. La ley de mercado no es el resultado de un consenso democrático. Es un poco como la ley de dios. Dios la dicta, no la discute ni la debate. El debate queda en la propia conciencia de quien acepta o no seguirla. Para más inri, y salvada esta analogía en cuanto al origen, resulta además que la ley del mercado no la puso dios, sino el diablo. Porque no es una ley que nos iguale, sino que responde tan solo a los intereses de los mercaderes. Por eso, salvo que interese a la estrategia de perseguir incrementos en el beneficio los precios nunca bajan aunque debieran hacerlo, por eso suben aun cuando no tendrían por qué hacerlo. La ley del mercado no busca terminar con la agresión entre lobos y corderos, sino asegurar que los lobos se coman los corderos dentro de un orden y a ser posible sin hacerse mucho daño entre ellos.
Los corderos, como las gallinas podemos ser ingénuos y tratar de comprender la ley de los lobos o de los zorros, o podemos dejar de serlo y hacer de su escaso número nuestra fuerza y de nuestro gallinero su jaula.
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