Publicado en Diario de Noticias de Álava el 7 de abril de 2015
Están desiertos los barrios. No pasan ni las procesiones. Podríamos ofrecerlos como escenario para rodar películas apocalípticas. Pero para eso haría falta una film office con su presupuesto y todo y eso debe ser muy caro.
El centro está un poco más habitado. Conviven supervivientes y turistas. Cuando era pequeño me llevaban mis padres a ver monumentos por las parroquias de Vitoria. Los monumentos no se comían, pero así nos encontrábamos unos con otros. Ahora los supervivientes salimos a ver monumentos en las barras de los bares, y no me refiero al personal hostelero que tan bien luce tras las barras, sino a los pintxos que deslumbran sobre ellas. Son como aquellos monumentos. Se ven pero no se comen. Son muy caros. Forman parte de esa Vitoria – Gasteiz que más que Gastronómica es simplemente Astronómica. La que existe al otro lado de las vías, en el centro del mundo. La ciudad a la que vamos de vacaciones los de la periferia. Hace años había arbitrios, portazgos y tributos varios. Hoy es más sencillo. La caña sube 30 céntimos en cuanto pasas las vías, y el vino 10. Es lo que tiene el centro. Por eso se va despoblando cuando los barrios aguantan. Por eso cuando cierran los barrios los turistas interiores vamos y deambulamos como si estuviésemos en la costa, de pisotón en pisotón, viendo esas procesiones tan modestas con sus subvenciones a cuestas, y paseando la tarde con un helado en las manos mientras nuestros móviles echan humo con las fotos que nos mandan primos, compañeros, y demás grupos de guassap con los paradisíacos paisajes de sus vacaciones. Como si no hubiera cielo más limpio que el de Vitoria y como si la puesta de sol desde San Vicente no fuera bastante monumento como para subir a verla en procesión, aunque sea con bocadillo y cantimplora como llevábamos, cuando éramos pequeños, de excursión a San Cristóbal.
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