Publicado en Diario de noticias de Álava el 14 de abril de 2015
Una imagen vale más que mil palabras aunque sean de esas que se lleva el viento, pero como si te ví no me acuerdo tenemos esa enfermiza propensión a fotografiarnos ya sea a nosotros o a lo que nos rodea. Hace años, cuando la fotografía era digital porque había que apretar el disparador con un dedo y correr el carrete con otro, el precio nos cortaba más. Pero ahora que basta con sacar el móvil y estirar el brazo llega uno a pensar que al final una sola palabra acabará valiendo más que mil imágenes. Aún así se ve que los responsables de lo visitable siguen pensando que la imagen vale mucho. Vale tanto como una bandera que acaba en el fondo del cartel de un alcalde, o más que las postales y los libros que quiere vender el dueño de un museo o un monumento. Y ahí viene una de las cosas curiosas a las que asistimos días como estos recién pasados en los que aprovechamos para dar gusto a los ojos y recorrer piedras propias y ajenas: la gestión de la imagen y su precio. Hay quien te prohíbe sacar fotos, sea cual sea la forma en que intentes hacerlo. Hay quien lo que te prohíbe es usar el flash, y para darte facilidades apaga todas las luces posibles para que no haya manera de sacar una foto decente sin usarlo. Unos y otros lo hacen a menudo con espacios y objetos que no son más suyos que nuestros, porque cuando algo es patrimonio de la humanidad es patrimonio de la humanidad, y de la misma forma que no se pueden poner puertas al campo no deberían tampoco poderse esconder ciertas visiones al ojo. Porque tienen mucho valor y porque lo que no deberían tener es precio. Seas turista o peregrino, no es de recibo que hasta para oír cantar a la gallina que cantó después de asada tengas que pagar entrada, y para fotografiarla en condiciones pedir instancia. Y es solo un ejemplo, porque en todos los sitios cuecen gallinas, y hasta habas.
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