En vano es que abordamos muchas discusiones, pillamos disgustos y hasta nos deprimimos cuando abordamos ciertas discusiones, las más de las veces acaloradas por demás. En vano es que clamamos en el desierto pidiendo sentido común cuando da a veces la impresión de que lo que no es común es precisamente sentir. En vano es que prediquemos que otra forma de hacer las cosas es posible.
Llega el fin de semana y contempla uno, casi hasta azorado, la ceremonia de la masiva beatificación católica jaleada por el flamear de banderas españolas, de águilas y columnas con su plus de negación y con sus ultras agarrados al mastil, de banderas carlistas, y en general de un cierto e incontestable tufillo a evento organizado a mayor gloria del caudillo, a quien dios guarde muchos años, y lo haga tan bien que no tenga escapatoria ni forma de volver a reunirse con nosotros.
La primera tentación que uno tiene es la de la rebelión. La segunda es la de aplicar la razón y la distancia. Visto así, a un servidor, que se declara ateo, y en todo caso no sujeto en lo moral, en lo económico y mucho menos aún en lo político a la disciplina de la Iglesia Católica y Apostólica Romana, ¿qué más me da lo que hagan con su santoral? Ellos sabrán. Ellos y quienes lo consienten, claro está. El problema por tanto no es de los laicos, sino de quienes se confiesan creyentes, y más aún de quienes se tienen por parte de la Iglesia. Una institución que, conviene a veces recordarlo, es radicalmente antidemocrática, y entiéndanse ambos términos, lo de radical y lo de democrático, en lo concerniente a su esencia, no al uso al que nos va acostumbrando su uso diario.
La iglesia es la correa de trasmisión del poder divino y de la verdad revelada, y eso es algo que está en su raíz misma. Como institución, se ha dotado, y esto ya si que es un poco más humano, de un corpus doctrinal que blinda el poder de quienes desde humanas raices han sido llamados a actuar como interpretes, garantes y defensores de la verdad revelada, y son, de facto, el brazo ejecutor de lo divino en la tierra.
Cuando se reclama de la iglesia mejor adaptación a los tiempos no se habla como cristianos, se habla como humanos, e incluso más como laicos que como gentes de iglesia. Otra cosa es que quienes dicen defender la ortodoxia, no sean tan ortodoxos como algunos dentro de la casa opinan. Pero sigue siendo un problema interno suyo el de cómo organizarse, el de cómo confesar sus culpas, si es que así las interiorizan, con la cope, con las declaraciones de los obispos, con la beatificación de parte, con las cruzadas y con lo que sea. Puede que democratizar la iglesia no sea mal asunto, pero en este terreno estamos más en el espacio de los cismas y las escisiones que en le de las votaciones. Que la iglesia que a algunos nos gusta exista es otra cosa. Que los adalides de la teología de la liberación, que los comprometidos con la justicia, la caridad y muchos otros valores para nosotros simplemente humanos, para ellos puede que divinos, que los cristianos persona existen es algo que nadie puede poner en duda. Lo único que pongo en duda yo es el derecho que nos asiste a quienes no participamos en las decisiones erradas o no que toman sus jerarcas a interferir en sus debates, tanto como el derecho que a ellos les asiste de imponer al resto y común de los mortales sus credos doctrinales como verdades legales, científicas y morales.
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