No importa el motivo sino la pelea. Hablar es peligroso, alguien podría convencerte o lo que sería peor, hacerte pensar, así que, puestos a pelearse, mejor que dé el primer golpe el que llegue el último y tenga menos razones.
Que lejos estaba Mcluhan de pensar lo literal que acabaría por resultar aquello de la aldea global. Literal en el sentido espeluznante de la palabra, porque mira tú que tienen cosas buenas las aldeas. Cosas como, por ejemplo, lo que suponía McLuhan que las tecnologías de la comunicación traerían al mundo del siglo XXI: la cercanía, la multiplicación de las interacciones, la globalización de las empatías, la sensación de cercanía y diversidad, la ruptura de los flujos unidireccionales de información por la cercanía entre emisor y receptor… Pero nada de eso parece que haya pasado. Ni empatizamos más, ni sabemos más, ni interactuamos más. Ni interactuamos, ni prácticamente tan siquierea respondemos al mecanismo de acción reacción. Reaccionamos antes y con independencia de la acción a la que presuntamente respondemos. No nos hace falta atenderla ni comprenderla. Es sólo un excusa para desatarnos y ponernos a repetitir como papagallos las consignas que nos dejan pensar, o mejor dicho, repetir hasta la saciedad para conseguir que creamos que las pensamos. La aldea se nos va pareciendo más a ese mundo opresivo del gran hermano de Orwell, a esos ambientes que recuerdo de Brazil de Terry Gilliams. Somos en efecto la aldea global. La de los arquetipos que en el plano más cercano nos hablan del cacique, el cura, el guardia civil y el alcalde más ocupado en defender al cacique, al cura y al guardia civil que a sus convecinos. Convecinos divididos entre los listos y los tontos, los ricos y los pobres, los rentistas y los jornaleros. Y los jornaleros ocupados en inquinas, en futboles, en tutes y en cotilleos mientras los rentistas, sus curas, sus administradores y sus soldados juegan fortunas al comunista, escuchan músicas del demonio y van de putas, justo lo que dicen que está prohibido al resto de los mortales.
Como en una buena aldea, una aldea de las malas, de las de fiestas que se recuerdan más por las hostias que se dan que por los besos que se reparten, los rentistas dejan de cuando en vez espacios para que los jornaleros se diviertan y se den de hostias entre ellos. Entre que no hay mucho que decir, porque poco es lo que se piensa, y que sólo se les permite a los jornaleros el noble arte de la discusión tabernaria, la aldea global que las nuevas tecnologías han ayudado a dibujar constituye un espacio de debate sin debate. Un debate que recuerda a las peleas de verbena. Pomgamos un ejemplo.
Un incidente entre dos personas provoca un intercambio de palabras. Las palabras van engordando según se van acercando a los dos personajes originarios del incidente acólitos de uno y otro lado. El grupo se va cerrando. Cerrando en lo físico y en lo metafísico. El incidente, y a menudo incluso la pareja de protagonistas originarios, se va diluyendo en un tsunami de insultos e imprecaciones de bulto gordo y trazo grueso. De lo específico a lo genérico la tensión va creciendo y el grupo amontonándose hasta que de pronto viene desde lejos alguien que no sabe ni qué es lo que empezó, ni cómo empezó, ni por qué empezó pero que por si acso y sin pensárselo dos veces lanza el primer puño, mete la primera hostia, y ya está liada. Otras fiestas para recordar. ¿Y el incidente? y a quién le importa. Somos todos felices y nos hacemos más amigos de los nuestros cuanto más enemigos de los otros nos hacemos. Qué más da por qué. A quién le importa la razón.
En la terraza del casino de la aldea global el cacique rodeado de rentistas sonríe mientras reparte otra mano. El guardia civil apura el último trago de champagne de su tricornio anes de ponérselo por montera para poner orden y retirar heridos y el cura corre por los pasillos con sus faldas levantadas y unas bragas en la mano.
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