La pereza, más que un pecado capital debería ser considerada una virtud teologal. Me dí cuenta ayer, hablando con mi hija. Porque a veces nos perdemos en eternos debates sobre el sexo de los ángeles hasta tal punto que se nos escapan los detalles esenciales.
La tradición cristiana, especialmente en su interpretación luterana, nos vende la idea del trabajo como bendita obligación fruto de nuestra díscola actuación en el paraiso y del castigo consiguiente que, en forma de pecado original, nos condenó a vivir en lo sucesivo del producto de los sudores de nuestra frente en vez de holgar eternamente tocándonos las pelotas en el paraíso. Y es que este era en el fondo nuestro destino. Porque Dios, según nos cuentan las sagradas escrituras, nos creó a su imagen y semejanza, esto es, nos hizo, por naturaleza, vagos, y por condena empleados.
Dios era, y supongo que lo seguirá siendo, esencialmente vago. Un perezoso superlativo, las doce tribus de perezas era. Y lo digo sin vaguedades.
Dios era, y supongo que lo seguirá siendo, en su existencia eterno. La eternidad es eterna, como lo son sus mitades. Podemos ponernos en un punto cualquiera de la existencia de un ser eterno, como dios por ejemplo, y tendremos que lo que lleva vivido es una eternidad, lo mismo que lo que le queda por vivir. Así pues, cuando a dios le dió por crear el mundo llevaba una eternidad tocándose las pelotas, sin hacer nada de nada. Y entonces, de pronto le dió por trabajar. Y Dios, el que todo lo puede, trabajó seis días, seis, y acabó agotado, hasta el punto de que con una existencia eterna sin nada que hacer en mitad de la nada, con una semana de esfuerzo le bastó para verse obligado a inventar el día de descanso.
Y vago como era él nos creó a nosotros vagos, y cuando nos dió por ser además de vagos independientes dios nos castigó con lo que en su eterna sabiduría y tras seis días de probar lo que es el trabajo concibió como el peor de los castigos: el trabajo.
Y ahí seguimos, sin ser capaces de rebelarnos y volver a nuestra esencia creada a su imagen y semejanza, sin reclamar nuestro derecho de ser los vagos que fuimos. Atenazados por los vicarios del altísimo que, en vez de guiarnos por el camino de nuestra verdadera identidad de inspiración divina, se encargan de seguir por los tiempos de los tiempos haciéndonos cumplir el castigo a que fuimos condenados y ensalzando las morales virtudes del trabajo que, como buen castigo divino, no es otra cosa que el más refinado de los inventos del demonio.
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