Visto como han terminado estos meses de elecciones, postureos e incertidumbres he recordado una eescena que viví, una mañana de fiestas hace años. Estábamos en la Plaza. Era mediodía. La noche había sido dura. La garganta seca y la cabeza dolorida. La sensibilidad acústica a flor de piel. Los silencios abultaban más que las palabras. Vamos, que estábamos todos de clavo. Se acercó el hijo de una de los presentes. Pidió un helado. Su madre se lo negó. El niño se puso a berrear, tenía esa costumbre. Los decibelios rompián la cabeza de los presentes, y el conjunto de armónicos agudos era algo parecido a una tortura que todos aguantábamos estoicamente. La madre no cedía, el niño tampoco. Y todos callados, confiando en que al menos aquel “NO” era permanente y que nuestro silencio contribuia a no interferir el lento y duro proceso de la educación. Pasaron veinte minutos. La madre cedió. Se levantó y fue con su niño a comprar el helado. Volvieron. El niño callado con su helado en las manos. La madre se sentó en el grupo nuevamente, reinaba el silencio. Y fue entonces cuando alguien dijo:
– Mira, la próxima vez le compras el helado directamente y nos ahorras los viente minutos de tortura para al final acabar cediendo.
Pues eso.
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