Publicado en Diario de Noticias de Álava el domingo 6 de mayo de 2018
Llega uno a casa saciado de pintxo potes y, cansado del paseo, se retira a su lecho en busca del merecido descanso. Son más de las doce. Mientras se reboza en el embozo piensa uno en lo afortunado que se es viviendo en un barrio tranquilo, alejado de los centros de ocio y negocio, sin más ruido que el canto de algún pajarillo noctámbulo y el ruido de las hojas del árbol movidas por la brisa. De pronto un motor rompe la bucólica estampa y para cuando quieres darte cuenta estalla toda una sinfonía de golpes que hacen contra la caja del camión los muebles y enseres que los operarios se afanan en recoger. Al concierto de percusión se suma la melodía de otro camión que dos o tres veces tiene que venir a vaciar el contenedor, también abarrotado. Dan casi las dos de la mañana para retirar lo que tiró el que por tirar tiró hasta la puerta de la casa. Un derribo en toda regla que recogemos a costa de todos y también del sueño y descanso de los más cercanos. Se duerme uno por fin pensando en que mañana no tiene que levantarse hasta las nueve y podrá recuperar algo del sueño perdido. El barrio tranquilo y periférico, alejado del bullicio del centro, recupera su sonido de silencios. Y duermes como un lirón hasta que ¡válgame dios! ¿qué diablos es ese estruendo? te preguntas mirando entre sueños el radio despertador que marca las siete y media de la mañana. Y vas a la ventana y ves a una nube de operarios cual abejorros armados de segadoras manuales con sus motores de explosión cortando matojos en el parque bajo casa. Tratas de protegerte con la almohada pero no hay manera, al final entre unos y otros la noche corta, las ojeras en la cara y a arrastrarse por el día somnoliento. Y piensa uno en la suerte que debe ser vivir en esos barrios donde alguien se ocupa de que los conciertos acaben a las diez y además sólo dos veces al mes.
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