Publicado en Diario de Noticias de Álava el miércoles 29 de enero de 2020
El sábado pasado vi la gala de los Goyas. Empezó bien y fue un alivio cuando horas más tarde acabó por terminar. Entre tanto le daba a uno para pensar, evocar y hasta imaginar. Imaginé que me hacía rico al patentar un elemento escenográfico para este tipo de eventos. Algo tan simple como adaptar el mecanismo de un volquete para hacer que, según se alargue el invitado, el suelo del escenario vaya basculando hasta terminar por desalojar al pesado por la simple e invencible ley de la gravedad. Y es que lo más grave de la noche, resultados aparte, fue la longitud y contenido de las palabras a las que uno tiene derecho cuando sube a un escenario. Si hubiese sido un patíbulo estarían todos vivos, y los verdugos dormidos. ¡Qué afán por mentar a familia, amigos y hasta compañeros de profesión! De pronto era como si estuvieses oyendo las dedicatorias aquellas del club de amigos. Aunque también recordé aquella costumbre añeja de terminar las intervenciones en concursos o en programas en los que se daba voz a gente de la calle con la temida pregunta: ¿Puedo saludar? Y lo que era un saludo se convertía en el repaso de la guía telefónica, de las páginas blancas y de las amarillas. Aquello parecía ya olvidado. Cosas de esas que cuentas de una generación a otra para echarte unas risas. Pero ha vuelto. Y además de mano de quien uno menos se lo esperaba. Ya no es el albañil de buzo o la señora María con la bata de cuadros, ahora son señores de smoking y damas con vestidos de modistos que parecen nombres de colonia. Y tampoco vamos a decirles nada, porque en el fondo eso les hace más humanos, que quien más quien menos, cuando coge la palabra aunque sea en una boda, un funeral o en la reunión de vecinos, viene a hacer tres cuartos de lo mismo, y hasta yo, para no ser menos, pues voy a aprovechar y os envío un saludo, corto eso sí, gracias.
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