Publicado en Diario de noticias de Álava el 11 de diciembre de 2019
La educación, la buena, no es un valor que cotice al alza. Es más, no cotiza ni la buena ni la mala, porque el problema no es la escala sino el concepto mismo. Y el caso es que ese conjunto de normas y convenciones con las que nos relacionamos los humanos es producto de nuestra larga evolución como animales sociales. Siendo el resultado de nuestra historia es lógico que arrastre como lastre comportamientos que hoy llamaríamos sexistas o clasistas, cosas como ceder la silla o el paso a las mujeres o tratar de usted al superior y de tú al igual. Pero tiene también una serie de pautas que se han ido depurando con los siglos para evitar que acabemos a hostias con más frecuencia de lo deseable. Detallicos como el volumen de la voz, el saludo, la sonrisa, el respeto al espacio del otro o al orden de llegada, el de la cesión de espacios, turnos o lo que sea a mayores, pequeños o personas con dificultades, etc. Al final metemos todo en el mismo saco y lo consideramos un conjunto caduco de viejas costumbres que sobran en esta sociedad 4.0 en que vivimos. Y claro, el resultado es una batalla campal en el tranvía, el bus, el bar, la acera o la pescadería. Gente que no habla con el de al lado pero de cuya conversación nos enteramos todos; aguilillas que se cuelan y nunca ceden el paso, lo mismo da a pie que conduciendo lo que sea; personas que ni saludan, ni sonríen, ni se dan un par de besos, pero que tienen el whatssap abarrotado de corazones y caritas. Gente en definitiva que no tiene claro que convivir en armonía es un valor en sí mismo. Hemos acabado con la clase, pero también con la categoría. Y es que de tanto partirla en emocional, sexual, en valores etc. etc., al final nos hemos quedado sin el núcleo fundamental, ese que hacía que compartir espacio tiempo con gente educada, sea conocida o no, nos hiciese más agradable la vida.
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