Publicado en Diario de Noticias de Álava el miércoles 4 de marzo de 2020
Soplaba el viento gélido de marzo en las calles desoladas de Vitoria. Las persianas escondían los ojos inquietos de los supervivientes a la busca de coronas. Algunos, los más audaces, avanzaban a paso rápido pegados a las fachadas camino de la iglesia. Llegados al momento de darse la paz, frotaban sus codos guardando sus manos, como en aquella recordada escena de la despedida del jovencito Frankestein de la novia estirada a la que no se podía tocar ni besar. ¡De esta no nos salva ni dios! exclamaban los fieles al acercarse a la comunión y ver al pater dando las hostias con mascarilla y guantes de latex. Alguien tosió al fondo, y en apenas un instante entraron como el trueno una manada de figuras como recién llegadas de quitar un tubo de amianto. Desalojaron el templo, pintaron una cruz de cal sobre la puerta y lo clausuraron mientras se llevaban al hombre de la tos embolsado, como si fuese un entrecot en la balda de un hipermercado. En los ambulatorios reinaban los virus. Operarios con brochas tachaban de la fachada la palabra “salud”. Las salas de espera estaban desiertas, como en el chiste aquel del médico que preguntaba porque había tan pocos pacientes y el que estaba esperando contestaba: no han podido venir, están enfermos. Pero ahora la realidad era distinta, no iba nadie porque nadie quería ponerse enfermo. Apenas un par de intrépidos pacientes comentaban desconsolados mientras aguardaban su turno final: si nos cierran los hospitales acabaremos muriendo de lo que nos mata por evitar contagiarnos de lo que nos ataca. Por el campo que rodeaba la ciudad, los más valientes caminaban en grupos como los personajes de Bocaccio en busca de alguna villa desierta donde contarse cuentos mientras la peste durase. No era Florencia y siete siglos nos separaban, pero el Decamerón resonaba en las faldas de los montes de Vitoria.
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