Publicado en Diario de Noticas de Álava el miércoles 22 de abril de 2020
Es encomiable el celo con que cuidan de nosotros los agentes de la autoridad para evitarnos contagios. Claro que, como todo el mundo sabe, nada hay más contagioso que la alegría, y eso la convierte, según parece, en algo a perseguir. Si vas por la calle solo pero haciendo gala de tu buen humor, lo mismo eres un demente, ¡pero ay de ti! si cometes la imprudencia de pararte al encuentro y saludar con alegría. Si los ojos de la ley vuelan cercanos la pregunta acusatoria es inminente. ¿Qué hace? ¿A dónde va? ¿De dónde viene? Y sobre de todo: ¿Y esa risita? ¿No se da cuenta de la que está cayendo? Ande para casa y circule. Uno recuerda entonces aquellas voces que invitaban al respetable a disolverse incluso cuando caminabas solo. Poco ha cambiado y poco cambiará, en esto y lo demás. La gente, especialmente cuando le das silbato y gorra, confunde la alegría con la seriedad como si fuesen el tocino y la velocidad. Y mira que a veces les da el punto y hasta se ponen a bailar, pero en cuanto vas tú y sonríes no lo pueden evitar. Y es que por más que uno se lea y se relea el decreto de alarma, en ningún sitio pone que el confinamiento deba ser triste y callado. Ni la sonrisa debería ser sospechosa ni las relaciones humanas delitos a perseguir. Precaución no es angustia, confinamiento no es lo mismo que aislamiento y, por supuesto, nada tiene que ver la honradez con la delación. Mejor nos iría si en los planes de formación de los agentes hubiese más expertos en humorística y menos en balística, más estoicos, cínicos y escépticos que maestros en tácticas de combate y estrategias de inteligencia, más monologuistas y menos arengas prusianas. Que la alegría del contrario sea la propia y que, como bien diría Don Antonio, con buen humor y caminando a la par, no el uno persiguiendo al otro, hasta puede que al final seamos complementarios.
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