Publicado en Diario de Noticias de Álava el 29 de abril de 2020
Érase una vez un país de fábricas, talleres y chamizos. Había también oficios variopintos y tiendas con taller; bares, cafés y también algún restaurante. Habitaba el país gente buscando su nicho que encontraba siempre algo que hacer para vender, ya sus horas de trabajo, ya algo que a otros les pudiera venir bien. Con su esfuerzo sacaron sus proles adelante y las mandaron a estudiar lo que ellos se habían limitado a aprender. Y crearon sabios que aprendieron que éramos el copón y que lo de sudar no era imprescindible. Que había que dedicarse a hacer lo que mancha menos y lucra más, alto valor añadido le llaman. ¿Y las cosas básicas? “Que las hagan los chinos, nosotros a la aeronáutica y la tornillería fina. Abajo el buzo y ongi etorri a la corbata”. Con lo demás pasó lo mismo. “Que no he sacado una ingeniería para arreglar zapatos o coser vestidos, que para eso están los chinos”. Hasta los bares de siempre se hicieron de menos y surgieron gastrobares, enotecas y pintxos de diseño, que visten mucho y dan curro a los que no tienen otro valor que añadir. ¿Y las tascas de barrio? “Los chinos”. Y avanzaba el país como una bala a dos velocidades y por dos caminos. Hasta que ¡Zas! Todos callados. ¿Todos? No. El país del glamour económico siguió su ritmo haciendo tubos, tornillos y cosas de prestigio. Pero el de los bares y otros pobres se extinguió. No importaba, los camareros no generaban valor, ni tampoco todo lo que movían a su alrededor. ¿Quién iba a comparar los miles de empleos directos e indirectos de los grandes con los miles de todos esos enanos? Además ya era hora de acabar con el intrusismo, que teníamos mucho coach en paro, y eso sí que genera valor, no el camarero aguantando mecha y haciendo de consejero y confesor mientras pone un café o un chupito de ron. Y todavía había quien se quejaba. ¡País de desagradecidos!
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