Se nos dispara la pandemia por el flanco juvenil y la gente dice: a esos chavales había que llevarles a los hospitales y a las morgues para que vean que esto no es un juego. Un conductor borracho se lleva por delante una familia, y la gente dice: A esos irresponsables habría que llevarles a un hospital, a un tanatorio o al centro de tetraplégicos de Toledo. Un gobernante toma una decisión dañina para un colectivo o un gremio, y la gente dice: a ese le ponía yo a currar o a vivir en las condiciones que ha impuesto.
Se ve que todos entendemos que la única manera de entender que la vida es complicada es cuando se contempla el lado oscuro de las alegrías. Puede ser cierto.
Lo pensaba el otro día mientras veía en la barra de un bar a una mujer que, por decirlo suavemente, estaba como una cuba. No era una borrachera alegre, sino desquiciada. Tampoco es que fuese histérica, era más bien triste y desorientada. De sus palabras, su aspecto, el lugar y la hora, no era difícil deducir que esa persona estaba en su tiempo de descanso del cercano local donde trabajaba. Un sitio de esos de entrada discreta y timbre en la puerta al que van los machotes puteros a descargar sus instintos a golpe de talonario. Una casa de citas bien pagadas, en la que trabajan, como se decía antiguamente, mujeres de vida fácil. ¡Quién lo diría viéndoles a veces, en sus ratos de descanso, como a la mujer del otro día!
Por eso pensé que, lo mismo que con los chavales, los conductores temerarios o los gobernantes insolidarios, quizás fuese una buena medicina hacer ver a esos clientes satisfechos como dejan hundidas a las personas de las que disfrutan, puede que así viesen las realidades que originan.
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