Mientras el planeta patrio se estremece con los ríos de lava de La Palma, el mundillo vitoriano cruje con el río de asfalto que fluye del Batán a Esmaltaciones. Nadie duda, bueno, quizás alguno, o hasta puede que muchos, de que el esfuerzo merece la pena. Lo bonito que va a quedar, suena con voz triste y a modo de consuelo entre la ciudadanía afectada. Pero no todo es resignación y sosiego. Siempre hay quien se pregunta lo que hay que preguntar. Cosas como: vale, suponiendo que todo esto fuese necesario, ¿no había mejor manera de hacerlo? Y la respuesta que todos dan menos los que debieran hacerlo es: Sí. A la vista de obras como esta uno tiene dudas razonables: ¿faltan ingenieros, sobran tontos o hay demasiado listillo en algunos puestos? Lo cierto es que ante este y otros desaguisados de similar enjundia quien más quien menos va sacando su master en dirección de obras. Cosa curiosa también del mundo en que vivimos, todo lo que ocurre nos es ajeno hasta que nos toca en carne propia. Las incomodidades de las obras son un peaje del progreso hasta que nos tocan en primera persona y nos invitan a pensar en si hubiese sido posible hacerlo de otra forma para tocar menos las narices a la estoica y paciente ciudadanía. Porque en definitiva uno tiene la impresión de que lo que sigue faltando en la obra pública es un criterio que, debiendo ser básico, es en la práctica inexistente: el impacto sobre la vida diaria de la gente que habita o transita por el entorno de las obras. De la que nos ocupa se quejan quienes ven sus garajes clausurados, los conductores que llegan tarde a sus trabajos, repartidores, alumnado, y hasta los propios jubilados que asisten al desprecio consumado de su larga experiencia como profesionales de la valla. El uno se pregunta si no podía haberse hecho de una tirada en vez de en dos pasadas, el otro si no se podía haber hecho por tramos, el otro por carriles, y el otro si todo era tan necesario. Pero obras son amores, doctores tiene la iglesia y nosotros lo que votamos.
Leave a Comment