A veces son los pequeños detalles los que nos dicen las cosas más grandes. A veces las grandes cosas no son necesariamente las más hermosas. Os cuento la historia. A cuenta de los movimientos de tierras que se hicieron en pleno centro de mi ciudad aparecieron unos pequeños restos de un gran convento que derribamos, allá por los años 30 por no se sabe muy bien que oscuros motivos y sobre cuyo solar se edificó ya en los cincuentas el típico adefesio neoherreriano tan del gusto del franquismo. Puede que fuese un poco o un mucho de sentimiento de culpa pero el proyecto se modificó para dar presencia y visibilidad aquellos resquicios. Concretamente se trataba de una pequeña parte del pórtico y por decirlo con más precisión una parte del suelo de piedra de aquellos que con tanto gusto se hacían componiendo dibujitos y figuras geométricas a golpe de canto rodado. El conjunto está a las puertas del casco viejo, y como resultaba fácil de prever por todos menos por los que llevan en el sueldo la obligación de hacerlo, el espacio se convirtió en terreno de skaters, parkouristas, botellonistas y demás istas. La cosa es que sacada la foto y las primeras páginas, visto el panorama, y con el fin de preservar el patrimonio, hubo quien tomó la decisión de cubrir el suelo descubierto con unas lonas y echar gravilla encima. Así enterramos lo que con tanto bombo y platillo desenterramos. Y uno se pregunta si no hubiese sido más conveniente, ya metidos en gastos, haberlo protegido desde su inicio con un simple metacrilato, cosa que por cierto es frecuente con este tipo de hallazgos urbanos. Pero no. Como decía antes, sacamos la foto y luego nos lo cargamos, a fin de cuentas, a quién le importa un trocito de suelo dibujado habiendo tantas fotos por sacar. Y lo del dinero que gastamos pues también lo enterramos, y es que en definitiva, una imagen vale más que mil cantos rodados…
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