Estos días recogen los medios los últimos días de la casa de los Guevara-Gobeo-san Juan en su función de museo. No porque Vitoria se vaya a quedar sin museo, no, sino más bien porque va a estrenar un nuevo y suntuoso que hará pasar a la jubilación a este más antiguo y recoleto.
Son muchas las horas que he pasado en él, y muchos los recuerdos que para mi encierra este espacio consagrado precisamente a dar vida a los recuerdos, a construirlos como algo vivo a partir de restos y vestigios.
Todavía recuerdo aquellos años en los que el edificio lo compartían la arqueología y la armería. El frontón de ajuria enea dejo en la corre un sitio disponible que pronto se descubriría escaso. Igual que escaso fue el espacio que se ganó con la vivienda de la parte alta, o con el alquiler de lonjas cercanas para ir acumulando materiales.
Eran años de vorágine en la que el museo era un centro vivo y vivido. Como aquellos esfuerzos por dejarlo maqueado para el ya lejano congreso de Arqueología. Como aquellos cursos de restauración de cerámica; como aquellas tardes dedicadas al dibujo y catalogación de piezas; o al noble oficio de la sigla (escribir con tinta china una especie de matrícula en cada uno de los hallazgos); o al más intirgante ejercicio de la arqueología de trastero. Abrir y revisar el contenido de cajas vetustas, de las que de cuando en vez salían sorpresas mayúsculas, como aquella colección de negativos Lumiere, negativos sobre placa de cristal que recogían una excursión a un pueblito cercano a Vitoria.
Hacía tiempo que ya no lo frecuentaba, aunque lo siguiese sintiendo como algo familiar y cercano, así que quedará para mi como aquel dibujo de recuerdos mientras espero a fabricar los nuevos en ese cofre que Mangado ha plantado en mitad de lo que para mi, más que almendra, es cebolla.
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