Publicado en el número 2 de la revista Herrian, de la Asociación de Concejos de ílava
Un lejano 3 de agosto de 1959, unas horas antes de que Vitoria estallase en fiestas, un bucólico rinconcito de nuestro territorio recibía su particular txupinazo. Comenzaba la perforación del pozo Urbasa 1. Casi cuatro mil metros se hundió la aguja en nuestra tierra buscando el mismo crudo que en estos tiempos nos lo está poniendo precisamente crudo.
Es una fecha lejana para ubicar uno más de esos combates que el género humano libra contra su entorno. Una guerra en toda regla en la que los humanos concentran sus fuerzas, abren heridas, causan daños en apariencia irreparables, logran sus victorias parciales, y al cabo del tiempo, incapaces de mantener su presencia y control se retiran en busca de nuevos frentes. La tierra entonces avanza paso a paso, año a año y va, de forma inexorable, borrando las huellas de la presencia humana y recuperando su propio equilibrio.
La sierra de Entzia en general, e Itaida y sus alrededores en particular, es, además de otras cosas, un idílico lugar para comprobar cómo es mejor llevarse bien que mal. La presencia humana es antigua, muy antigua, y así lo atestiguan dos dólmenes, varios túmulos y hasta un menhir. La presencia humana sigue vigente, y así lo certifican ovejas, yeguas y vacas, y hasta un bonito, blanco y recoleto refugio de cuyo cuidado se encarga la sociedad Manu Yanke. El hayedo mantiene su aspecto y también la campa, y el pasto, y los cardos y los enebros, y la caliza. Hombres con sus animales conviven sin destruirse desde hace años. Si acaso alguna nevada o algún rayo ponen las cosas en su sitio y recuerdan al humano lo poco que es cuando está solo.
Pero hete aquí que escudriñando entre la hierba y las piedras descubrimos placas de cemento que se van descomponiendo, anclajes para postes, caminos empedrados y hasta presas. Vestigios todos de una invasión fallida. La invasión de los petroleros. Allá a principios de los años sesenta cuadrillas de hombres armados de herramientas abrieron sus caminos en el hayedo, construyeron una presa (la presa de los alemanes) para poder alimentar el fango de sus perforaciones, levantaron barracones y plantaron su torre en medio de las campas para irse derrotados un año después. Volvieron años más tarde y repitieron un poco más allá su labor. Fueron más abajo, hasta los 5.500 metros, y salieron, como la primera vez, derrotados.
Y es que ya sé que igual hubiese sido bueno que nuestra tierra no hubiese escondido, si es que lo tiene, su preciado fluido. Pero este rinconcito de ílava lo agradecerá siempre, y quienes se acerquen a pasear por sus bosques, por sus campas, por sus formaciones calizas, o se tumben en la hierba a oír las esquilas del ganado, disfrutar de las nubes y arrullarse con el susurro del viento en las copas de las hayas, lo agradecerán aún más.
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