Publicado en Diario de Noticias de ílava el 8 de diciembre de 2009
Podría en días como estos hablar o escribir de Adolfo, de Suárez, por aquello de la constitución esa que ahora celebramos aunque en su día no aprobamos. Quizás también por aquello de celebrar el estatuto como si fuese el inicio de algo y el final de todo. Como si nada hubiese habido antes ni lo fuese a haber más tarde. Podría también hablar del Adolfo con bigote. Bigotín más bien. Pequeño como él en medida pero grande en el sufrimiento y el daño causado. Podría hablar de los adolfos muchos que en el mundo son y han sido, pero hoy el cuerpo me pide hablar del de la arruga y la rampa. La arruga en el vestir y la rampa en el entrar.
Al tal Adolfo le han condenado a poner una rampa, para lo cual primero hubo que denunciarle. Se trata de un caso aislado y único en nuestra almendra medieval. Un local inaccesible. No como el resto de bares, comercios y restaurantes de la zona que se caracterizan por las grandes facilidades de acceso que proporcionan no ya a los discapacitados, sino a los niños ensillados y a los carritos de compra. Pero claro, el de la arruga es presa fácil y su caza provoca en más de uno la íntima satisfacción de atacar a la línea de flotación del comercio indeseable; de la pijotería en el vestir y en el oler; de la invasión del reducto irreductible por parte de turistas y gentes de aburrido vivir. Y el caso es que hace años tuve ocasión de escuchar a una representante de la marca arrugada y me dio la impresión de que si alguien conocía Vitoria y la entendía esa era ella. ¡Qué ilusión trasmitía! ¡Qué apuesta de futuro por un espacio que hasta nosotros habíamos olvidado y enterrado! ¡Qué visión del asunto en sintonía con las grandes y pequeñas ciudades del continente y sus islas!
Ahora tiene rampa, igual que la almendra. Y todos tan contentos. Sólo le faltan las luces de colores y ya está, como los arquillos, destrozados gracias a los e-planes y la absurda ocurrencia de enmascarar sus techos. Convertidos de pronto en algo más parecido a un salón de alterne que al paseito que fueron. Eso sí, eternizados en su calidad de referente arquitectónico tanto por su brillante concepción como por su desafortunada remodelación. Y mientras tanto a seguir levantando las calles que quedaban. A seguir dando vueltas a la almendra por las varias capas de esta cebolla que a veces hace llorar. A seguir poniendo parches que eviten lo inevitable, sentarnos a pensar la almendra que queremos y abrirla no ya al mundo, sino incluso a nosotros mismos vitorianos todos.
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