publicado en Laia
A todos se nos escapa una sonrisa casi compasiva cuando vemos esos documentales en los que habitantes de remotas selvas contemplan el paso de los aviones sin comprender nada.
Nos sentimos incluso movidos a reírnos cuando vemos sus reacciones en alguna película al descubrir un casco de coca cola o cualquier otro objeto arrojado como basura y recogido como un presente de los dioses.
Pero si miramos a nuestro entorno nos daremos cuenta de que en cierto sentido nuestra situación no es mucho mejor que la de aquellos aborígenes.
Sentados al borde del camino y sin poderlo usar. Esa es en términos tan crudos como reales nuestra situación en lo que a las infraestructuras de comunicaciones se refiere.
Nuestro paisaje se ve roto por la línea gris de la autopista, por la vía del ferrocarril, por las torres de tendido eléctrico, por las de telefonía, por las zanjas de la fibra óptica…
Tan cerca de lo más puntero y viviendo como en el siglo pasado, tan cercano y tan lejano a la vez.
Nadie va a negar que las comunicaciones, más que necesarias, son imprescindibles en nuestra cultura. Pero sí hemos de reclamar que su desarrollo debe atender al reparto tanto de las ventajas como de los inconvenientes.
Sufrimos el ruido de la autopista y tenemos que recorrer kilómetros junto a ella para poderla utilizar, casi tantos que a veces nos obligan a salir de nuestra cuadrilla.
Los trenes, cargados de hierro o de pasajeros que nos miran como a algo pintoresco, pasan también de largo dejando tan solo su ruido y algún incendio desintencionado de vez en cuando.
Pero dejemos los ruidos para otra ocasión y hablemos de los sonidos.
En nuestros buzones aparecen con frecuencia costosas invitaciones que nos invitan a entrar en el siglo XXI, en la sociedad de la información, en internet con banda ancha. Una ventana abierta al mundo nos dicen.
Y nosotros, que vivimos al borde de un camino por el que circulan más datos que coches, más bytes que kilos de hierro, pensamos, “esta es la oportunidad de salir de nuestro aislamiento, aunque sea de forma virtual”.
Y la respuesta es una vez más… de eso nada, monada. Nuestra ventana abierta al mundo se queda en apenas un humilde tragaluz.
Quizás sea algo que no todos conocemos, pero al hilo de la autopista y del trazado del ferrocarril circulan grandes líneas de fibra óptica que surcan nuestro paisaje sin dejar un solo punto de conexión.
Tecnologías como el ADSL que requieren así mismo de escasa inversión y que utilizan como soporte las propias líneas de telefonía nos ignoran, y para más INRI, todavía muchos de nuestros pueblos no disponen ni siquiera de eso, de línea, teniendo que recurrir a emisoras y demás inventos no siempre tan eficaces como debieran.
El mundo de la tecnología aparece como muy complejo. Pero en la práctica hay cosas que todos entendemos. Los poderes públicos están para asegurar servicios a todos los ciudadanos, incluso a los de los pueblos más pequeños, y siento decirlo, pero desde ese punto de vista no parece muy lógico subvencionar la conexión ADSL a todos los alaveses cuando hay alaveses que no pueden tenerla ni siquiera pagando.
Si tiempo atrás lo importante eran las vías de conexión terrestre, hoy lo es el acceso a estas nuevas tecnologías en condiciones de igualdad. Lo contrario supone seguir ahondando la brecha que separa los focos desarrollados de las zonas rurales. ¡Y qué duro es eso cuando se ve pasar tan cerca y tan veloz!. Apenas un destello que nos despierta de la siesta al borde del camino.
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