De espí­ritus y fantasmas

Corrí­a el año 1988, o puede que fuese el 89, que mas da. El caso es que Miles Davis vino, vio y venció. Venció al tiempo y a la muerte que poco más tarde le visitó, y dejó, pegados en la estructura metálica, prendidos en los asientos de madera, colgados de las canastas escamoteadas, las notas desgarradas pero sinceras de su trompeta. 

  

Es posible que haya muchas formas de entender el jazz. Es seguro que las hay. Pero también es seguro que hay una entre ellas que es muy especial, inconfundible incluso dirí­a yo, y esa se llama Miles. 

  

Su espí­ritu aparece año tras año y recupera para los afortunados asistentes la magia del jazz, de su jazz. 

  

El martes empezó la 28 edición del festival de jazz de Gasteiz, y lo hizo, tal como digo, reviviendo el espí­ritu de Miles. No fue un arranque para saltar, sino para sentir. Y así­ lo hicieron ver desde el principio el piano de Herbie, austero pero cierto, y sobre todo el saxo alto de Wayne. Detrás de ellos, o a la par, Holland y Blade dando el soporte que tal derroche de sensibilidad se merecí­a. 

  

Jazz para gozar sentado. Música para pensar, para dejarse llevar a universos propios o ajenos que se hizo especialmente intensa en el segundo de los temas que interpretaron. Cierto es que habrá quien diga que fue un concierto frí­o, pero quien sea que se tenga por amante del jazz y de lo que representa lo negará. Era calor intenso, del que conmueve el alma y congela el cuerpo. 

  

El espí­ritu de Miles transitó de las notas prendidas a los oí­dos atentos a través de estos cuatro músicos. 

  

Pero hubo también fantasmas en la noche. Hubo también de ese calor que agita el cuerpo a fuerza de enterrar el alma. Bill Evans, Randy Brecker y sus acompañantes nos divirtieron. Eso es bueno para pasar un rato, pero malo cuando sucede a algo más trascendente. 

  

Fueron si cabe fuegos de artificio en los que apenas por momentos volví­a aún a aparecer el fuego incansable de Miles. Sólo que ahora era apenas un fantasma, un halo que habí­a que perseguir hasta encontrarlo. 

  

Si me piden que la describa diré que fue una actuación espectacular, en el buen sentido de la palabra, pero también en el malo. Para muestra un botón. La guitarra llamaba más la atención a los ojos que al oí­do. Bueno, quizás debiéramos precisar que lo que llamaba la atención eran sus hechuras, su lengua, su camiseta y su forma de bailar. 

  

En fin, que nadie piense que no lo pasé bien, si que lo hice con las intervenciones al piano, no al teclado, de David Kikoski, con el potente sonido de la baterí­a de Steve Smith o con algunos solos de Brecker. Es sólo que disfrutar después de gozar sabe a poco. 

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