Nuestra sociedad muestra una tendencia creciente a no asumir los accidentes, a exigir responsabilidades, lo que no siempre es posible y a menudo ni siquiera razonable.
Por otra parte, y paradójicamente, a menudo se eluden responsabilidades hablando de fatalidad o de negligencia ajena, cuando una de dos, o la negligencia es propia, o los hechos demuestran que los mecanismos y procedimientos emplados son, cuando menos, mejorables.
Cuando un ingeniero diseña un desvío provisional de tal forma que la misma noche de su apertura se produce un accidente, otro al día siguiente, y otro más al día siguiente, cabe más hablar de negligencia, cabe entonces exigir responsabilidades. Esto es lo que ha ocurrido estos días en las obras que se realizan en el tramo de la A-1 conocido como Legua del Rey, situado en medio de ílava, entre los municipios de Iruña de Oca y La Puebla de Arganzón.
Cabe exigir responsabilidades para quienes sufrieron los accidentes y para los miles de conductores que sufrieron sus consecuencias en forma de atascos interminables.
No vale aquí aludir a la imprudencia de los conductores, a su exceso de velocidad, o a su impericia. Estaba mal hecho y son precisamente los hechos los que lo han demostrado y han obligado a corregirlo, a parchearlo. En nuestras carreteras ocurre esto muy a menudo, sin que nadie pague nunca por ello, sin que las administraciones encargadas de sancionarnos por tantos y tan variados motivos de sanción como acumulamos, sean capaces de sancionarse a sí mismos.
La respuesta frecuente de las administraciones públicas ante tragedias o accidentes suele centrarse en si se cumplían los requisitos legales y administrativos, para concluir a menudo que todo estaba bien, que todo estaba en regla. Pues no señor. En casos como estos resulta evidente que algo no estaba bien. La obligación es detectarlo y corregirlo. Lo contrario es tan negligente como hacerlo mal directamente.
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