Esta costumbre de poner flores a los muertos es en cierto modo paradójica. Un día al año, el mismo para todos, visitamos a nuestros muertos, y adornamos sus hogares con flores.
Como si fuese necesario exteriorizarlo, hacerlo además de forma pública y notoria, un a modo de romería recorre nuestros cementerios. Muchos de ellos, especialmente los pequeños cementerios rurales, sólo se adecentan por dos motivos, porque esperan a un nuevo inquilino, o ante la cita anual de los visitantes vivos.
Los grandes cementerios urbanos, aún obligados por el flujo diario de difuntos a mantenerse presentables, también son especialmente acicalados para esta cita.
Deberes de la memoria que nos imponemos, como si no bastase nuestro recuerdo íntimo, como si un atávico impulso nos empujase a pensar que los muertos sienten y perciben, y que lo hacen allí donde moran sus huesos. Por eso vamos con la secreta esperanza de que nos oigan, de que nos vean, de que nos sientan.
Y les llevamos flores. Flores que agonizan, flores que estarán mientras nosotros las vemos, plenas de color, como un elemento de vida en un paisaje de muerte. Pero lo que hacemos con las flores, aparte de un buen negocio para el sector, es lo más parecido a una masacre, a un floricidio. Al día siguiente de ponerlas las flores moriran junto a nuestros muertos, Â y se unirán de forma solidaria a ese paisaje de muerte al que antes me refería.
Yo prefiero aprovechar días como estos para poner en mi memoria flores a mis muertos, para repasar esa lista de difuntos que crece en nuestra memoría a un ritmo creciente según pasan los años y asegurarme que todos siguen vivos en mi recuerdo.
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