Ya se acabaron las fiestas. Dejaron nuestras calles y nuestras casas como un campo de batalla, lleno de despojos. A las luces ya inútiles, ya fuera de tiempo, se suman toneladas de envoltorios, árboles que nunca volverán a ser lo que fueron, restos de turrón y cabezas de marisco, botellas vacías…
Hoy es lunes y todos volvemos a la normalidad, a los atascos, a encontrar un sitio en doble fila a la puerta del colegio, a retomar la rutina del trabajo. Aún gotean en nuestros buzones electrónicos llamadas a la felicidad, mientras vamos pensando en retirar de casa los adornos, encerrarlos en su caja y volverlos a dejar con mimo en el rincón más remoto del armario.
Quince días bastan para acostumbrarse a lo bueno, y hoy es mañana de llantos infantiles. Hay que ver cómo cuesta levantarse un día como hoy. Como resulta que los niños lloran mientras los mayores contenemos el llanto, pero vamos doloridos al trabajo.
Y es que si suele decirse que el mundo está mal repartido, al año le pasa algo igual. Llevbamos entre pitos y flautas un mes sesteando, y ahora de repente nos encontramos con casi tres meses sin descanso, ni una triste fiesta, ni un miserable puente hasta semana santa…
 En fin, que con estas pilas gastadas que traemos, no nos quedará otro remedio que arrastrarnos como podamos mientras las vamos recargando.
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