Anda todo el estado, y hasta el país mitad perplejo, mitad indignado, y todos en carrera por ver quien lo dice más alto o más claro.
El asunto es grave, unos jóvenes entran en un cementerio y pisotean las flores de una tumba. Visto así podría incluso ser poético si no fuese porque es triste. Pero una cosa es que algo sea triste, y otra que sea terrorismo. Terrorismo es causar terror, y los muertos, al menos sus restos, no son capaces de temer, ni de sentir, ni de alegrarse o aterrorizarse. Bastante tienen con lo que tuvieron.
Comentaristas, politólogos, sociólogos, psicólogos y juristas pugnan por desentrañar el misterio, o mejor dicho, hacen carreras por calificarlo. Y no tiene calificación, ni es más o menos apocalíptico que la afición que lleva a muchos jóvenes en muchos pueblos y ciudades a destrozar tumbas, a tumbar cruces, a romper panteones. Lo hacen por diversión, por reto, y eso, lejos de ser menos grave, posiblemente lo sea más.
El que un borrokilla quiera apuntarse un tanto en un acto de enorme valentía, y sacudirle a las flores de un muerto, es una anécdota. Dolorosa, triste, vergonzante, lo que se quiera, pero una anécdota. El que jóvenes que en ocasiones disponen de más cultura, al menos nominalmente, de menos prejuicios o hasta incluso de intencionalidades políticas, hagan cosas parecidas con muertos que no conocen me parece más serio, a la par que más gratuito, y por ello más preocupante.
Hace tiempo que defiendo que gran parte de nuestro problema, del vasco, es la irresponsabilidad con la que algunos han canalizado como lucha política lo que simple y llanamente es un problema social, o antisocial. La rebeldía de jóvenes y la de las víctimas socioeconómicas del sistema es lo que es. Darle cobertura política puede ser un buen sistema para determinadas ocasiones, pero cuando se acabe esta cobertura, descubriremos que no somos tan distintos al resto de los occidentales, y entonces no habrá terrorismo político, solamente terrorismo social, lo que siempre hemos llamado gamberrismo.
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