Ayer fue la feria de la patata. Una más del extenso e intenso calendario de ferias que jalonan nuestros domingos hasta tal punto que han conformado una nueva especie de domingueros, dicho sea con todo el cariño, los domingueros de feria.
Armados de paciencia y desafiando al tiempo arrancan en sus coches con destino al pueblecito de turno. Aparcan donde pueden después del habitual desconcierto, caminan sin temor al frío, a la lluvia o al sol impenitente y acuden a los puestos, a los específicos, los de patata, alubia, vino, miel o lo que corresponda, y a lo que podríamos denominar la zona estandar. El talo, el queso, los dulces, los bizcochos, la sidra, etc.
Con más paciencia aún hacen cola mientras los cocineros guisan la especialidad oportuna y consiguen finalmente su ansiado platito. Cartera en mano compran religiosamente el producto feriado, y cargados de bolsas y otros elementos vuelven penosamente hasta el lugar donde reposa el coche. Si, ese sitio que a primera hora de la mañana parecía genial y cercano y que pasado el mediodía se vuelve nefasto y muy muy alejado.
De vuelta a casa, a abrir el armario de la cocina, el de ferias, y a dejar en algún rincón libre las patatas junto a las alubias, el vino, la miel, el queso y el txakoli. Colgando en la puerta del armario, el calendario de ferias recibe una cruz. Ya solo queda esperar al siguiente encuentro…
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