Días como hoy, en los que el viento azota nuestra tierra, y la nieve la cubre, nos damos cuenta, a nada que seamos capaces de tener dos dedos de frente, de lo poca cosa que somos, y de lo fragil que muy a menudo es todo este gran juguete que hemos montado a nuestro alrededor. Se cruzan los camiones, se hielan los trenes, se cierran las carreteras, caen árboles, se desbordan los ríos. La electricidad se vuelve inestable, la calefacción imprescindible, y de pronto ya nadie se acuerda de aquello del calentamiento global.
Apenas hace dos días disfrutábamos de una prematura primavera. Hoy volvemos de golpe al crudo invierno, hoy que es cuando se acaba. A este ritmo, en breve pasaremos de la preocupación por el agua que habíamos conseguido embalsar, a la preocupación por lo que haremos con el agua que tengamos que desembalsar. Y todo eso por citar tan solo algunos ejemplos.
Pero cuando pase el temporal, que no hay cosa de estas que cien años dure, volveremos a ver nuestra tierra tal como la estamos dejando, llena de heridas, de cicatrices, eliminadas sus lomas, sus ríos domados, la tierra oculta bajo el asfalto o el tejado. Y esque, como diría el otro, hay que ver lo valientes que somos para destruir, y el poco control que realmente tenemos sobre lo que manejamos. Somos como esos abusones que se aprovechan de los niños y salen corriendo cuando aparecen los zumosoles.
Eso sí, siempre nos quedará el consuelo de contemplar por unos días nuestra tierra con esa belleza del blanco inmaculado.
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